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En defensa de la democracia

Se llegó el día. Justo cuando escribo estas líneas se realiza la ceremonia de toma de posesión de Joe Biden como el 46º presidente de Estados Unidos. Donald Trump salió muy temprano de la Casa Blanca para nunca más volver, al menos como anfitrión. El ex presidente, fiel a sus “convicciones”, no estuvo presente en el evento, tal como él mismo lo había anunciado.

De esta forma concluye el periodo presidencial más polémico, abrupto y tortuoso en la historia reciente de Estados Unidos, la democracia más emblemática del mundo.

Los analistas, politólogos e internacionalistas han expuesto de forma puntual todas las aristas e implicaciones políticas que representa este 20 de enero de 2021. Yo, en este caso, me remitiré a una de ellas: no dar por hecho a la democracia.

Joe Biden centró su primer discurso como presidente en la defensa de la democracia, un concepto que por circunstancias totalmente disímbolas no tuvo tanta presencia en la narrativa de Obama –que asumía la defensa de ésta como el ejercicio diario de su labor como presidente–, y de Trump –un idiota que nunca entendió lo que representa y conlleva en términos políticos y simbólicos–.

La toma violenta del Capitolio encendió la señal de alerta en todos los sectores de la sociedad estadounidense. Trump estaba quemando las naves; dando un salto al vacío. Empresarios, medios de comunicación, medios digitales, políticos de ambos partidos, ambientalistas, activistas del ala más progresista, actores, músicos, todos se manifestaron en un sólo sentido, desactivar las locuras finales del presidente. El espectáculo grotesco en el Capitolio sacó de quicio al establishment norteamericano, igual que ocurrió en Francia cuando el xenófobo y fascista Jean-Marie Le Pen accedía a la segunda vuelta de la elección presidencial.

Desde Roosevelt, ningún presidente de Estados Unidos había tenido como primera encomienda de su agenda la tarea de reconstruir la democracia. Biden la tiene. Asumió el reto en su primer mensaje, aceptó que no hay tiempo que perder, que la principal urgencia en este arranque de su mandato será, sin duda, sanar las heridas que dejó su predecesor. Apeló a la historia, a no dar por hecho que la democracia existe porque sí, a no bajar la guardia, “a dejar toda el alma para lograr la unidad”. Esa unidad que llevó Biden al centro de su discurso intenta servir como pegamento frente a una resquebrajada sociedad que el huracán Trump dejó a su paso.

Lo que ocurrió este 20 de enero, en términos simbólicos y más allá de la parafernalia que implica la política estadounidense, es la reivindicación de las afrentas, la reapertura a la pluralidad, la inclusión de los desplazados, el regreso de la tolerancia. Tan simbólica es la llegada de Biden que con él arriban al gobierno la primera vicepresidenta de los Estados Unidos y la primera funcionaria de gobierno transgénero.

El péndulo se volvió a desplazar. Las costas se impusieron, el ala progresista volvió a la Casa Blanca, pero el triunfo en una democracia nunca es definitivo. Los trumpistas siguen ahí, al acecho, esperando ser incluidos en la nueva propuesta de un gobierno que inicia en circunstancias adversas, como nunca en la historia. Por eso Biden y los demócratas están obligados a revertir la historia de los últimos cuatro años. Un encargo nada sencillo.

Biden deberá llevar a los hechos el reconocimiento a la multiculturalidad y a la inclusión de los afroamericanos, los nativoamericanos, los latinos y todas las minorías. Por otro lado, no puede caer en la tentación de perseguir a los conservadores, pues tiene la obligación de reconstruir un país que llevó al límite el discurso xenófobo y fascista de un presidente que deja como lección más importante la idea de que una democracia es un proyecto en permanente construcción.

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jl/I