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Retornos

Con el paso de los años he descubierto que cada quien tiene formas diferentes de extrañar a sus muertos, de traerlos a la memoria, de honrarlos y de hacerlos parte, aunque sea por instantes, de nuestras vidas cotidianas. 

Descubrí también que no hay una manera correcta o incorrecta de vivir (o sufrir) la muerte, y que hay duelos tan diferentes como personas en el mundo, influenciadas por la religión, la cultura, la ciencia, lo que leemos, lo que vemos, lo que hemos aprendido y sentido a lo largo de nuestra existencia. 

A mi abuela la recuerdo con más intensidad cuando llega la temporada de Cuaresma. Hace poco más de tres años murió la mamá de mi mamá, mi única abuela en términos prácticos, pues a mi abuela paterna no la conocí. Y no es que la traiga a la memoria por los menesteres religiosos que permean estas fechas en los miles de católicos que hay en México, sino por la comida. 

Como no en pocas ocasiones lo he escrito, en mi familia cocinar y compartir la comida es un acto de profundo amor. Cocinar es un verbo que lleva implícito otros significados, como el cariño, la compañía, el gozo, el gusto o la convivencia. 

Y por alguna razón es la Cuaresma y no otras fechas como Navidad o fin de año esa temporada en la que sé que mi abuela está presente en nuestras vidas a través de la comida y todo lo que ésta involucra. 

Para mí, la capirotada no son sólo rodajas de pan frito, bañadas con una deliciosa miel de piloncillo y canela, coronadas con cacahuate, pasas y un toque de queso, para después llevarlas al horno; también es una herencia generacional que refleja los años de mi abuela aprendiendo de su propia abuela y enseñando a sus sobrinas, a sus hijas y a otros familiares que quisieran aprender el punto exacto del tueste perfecto. 

Las tortitas de camarón no son sólo esas humeantes y olorosas piezas que de muy niña me rehusaba a comer; también son horas de acompañar a mi abuela al muy tapatío Mercado Corona –con una parada previa en el templo de La Merced– para comprar camarón seco o nopales frescos o una bolita de masa para que el caldillo espesara, previo a preparar este plato que, aun ahora como adulta, solamente como por nostalgia. Son cuadras enteras de regresar caminando por todo Alcalde, con el sol de primavera, durante las vacaciones escolares, desde el Centro hasta espaldas del Code, porque, decía ella, “no está lejos”; una procesión acompañada de su monedero, su rosario y su bolsa del mandado, esas que ahora han vuelto como una opción ecofriendly. 

Los chiles rellenos no son sólo esas piezas verdes tostadas y sudadas para quitarles bien la piel y retacadas con queso, servidas en una sencilla, pero aromática salsa de jitomate con un poquito de orégano fresco, con la advertencia de los palillos escondidos y el plato muy caliente; también es una casa, la casa de mi abuela, llena de humo de chile tatemado que se convertía en una tos seca y persistente. Son los dedos enchilados, a pesar de las tres lavadas previas, y agarrarse los ojos o la nariz por error. Son el queso de Nochistlán, el lugar donde ella nació, traído, guardado y sacado precisamente para disfrutar en esta presentación culinaria. 

El agua de cuaresma no es sólo esa bebida que nadie que conozca fuera de mi círculo familiar parece haber probado, con lechuga finamente picada, gajos de naranja, pedacitos de plátano, azúcar morena, todo en agua simple, bien fría; también son las calurosas tardes de marzo y abril entre las plantas que con esmero cuidaba mi abuela: helechos y granduques, cunas de Moisés y teléfonos, rosales y teresas, hierbabuena y chiles de árbol, limoneros y naranjos… 

Sin ella, la Cuaresma no sería más que otra fecha en el calendario para mí, la más atea de sus nietas. 

Ella. 

María. 

Teresa. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I