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Se separaron
Mejor restar
Los primeros dos meses de 2023 transcurrieron entre la sensación de un incremento en la violencia contra las mujeres. Seguramente la percepción se debe a casos que por su impacto se convierten en mediáticos, por una mayor cobertura o por las circunstancias en que se dieron, como el feminicidio de Alondra en las oficinas del Ministerio Público del municipio de Poncitlán.
Lo relevante de casos como ese es la certeza de que no existen espacios de seguridad y que la violencia cuando no se atiende a tiempo tiende a escalar, hasta llegar al extremo del feminicidio.
La respuesta del gobernador Enrique Alfaro Ramírez ante otro de los feminicidios, el que se registró el 14 de febrero pasado, cuando un sujeto subió al vehículo de su pareja, la asesinó y luego huyó en una motocicleta robada, para finalmente suicidarse, fue que estos hechos se podían atribuir más a la descomposición social, pues el gobierno estaba imposibilitado para actuar.
El punto que las autoridades se niegan a admitir es que, más que la descomposición social, lo que permite a los violentadores actuar es la impunidad. Como ha quedado documentado en la mayoría de los casos, aunque no en su totalidad, los feminicidios fueron precedidos de denuncias no atendidas, de órdenes de protección que no son más que un papel que en los hechos resulta inútil e incluso de pulsos de vida que, ante el gran número de víctimas, tienen que rolarse en cuanto la autoridad cree que pasó el peligro.
Pero el peligro no pasa. Sigue ahí, acechando ante el primer descuido de la autoridad y la confianza de la víctima.
Es cierto que en los últimos años se ha trabajado para crear las estructuras de atención a la violencia contra las mujeres y que lo que tenemos es mejor a no tener nada. Pero también es cierto que esas estructuras están rebasadas y son insuficientes y que las instituciones que se hacen cargo de esta agenda no están exentas de convertirse en espacios de colocación de las amigas de las autoridades en turno, algunas de ellas sin capacidad para el cargo.
También está la resistencia de la mayoría de los funcionarios responsables de la procuración de justicia, quienes de manera increíble siguen dando las mismas respuestas ante las denuncias de violencia, sugiriendo a las mujeres volver a su casa y mantener una relación tranquila o negándose a admitir las denuncias si no hay señales evidentes de golpes.
Las policías municipales, por su parte, son las encargadas de mantener el contacto con las mujeres que tienen órdenes de protección o cualquier medida de seguridad, pero ante el elevado número de víctimas su cobertura es insignificante.
Además, a todo lo anterior hay que sumar la corrupción. Recientemente una abogada con pulso de vida y con demanda de divorcio en curso denunció que la juez civil (sí, una mujer juez) ordenó la reubicación de su esposo en el domicilio conyugal y dio trámite a una petición para que se le concediera a él la patria potestad de sus dos hijos.
Hay otros casos como el del ex magistrado José de Jesús Covarrubias Dueñas, prófugo después de conocerse la denuncia en su contra por abuso sexual contra una menor de edad, o el del director general de Operadora de Servicios Mega, quien logró meter a la cárcel a una empleada que lo había denunciado por acoso sexual. O el concuño de la diputada federal Mirza Flores. Y así, la lista puede seguir.
La respuesta a por qué se siguen registrando hechos de violencia y delitos contra las mujeres sigue siendo la misma: porque pueden. Y las autoridades no pueden eludir la responsabilidad que tienen en la cadena de esos hechos. Así que con este panorama llegamos a un 8M más, donde seguirá siendo indispensable el grito de “¡Ni una más!”.
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jl/I