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Un México violento
Porque nos la quitaron
No son buenas noticias para la salud de un sistema político que se presume democrático el nivel de abstencionismo observado en las elecciones del domingo pasado. Por más que algunos comentócratas, analistas y dirigentes partidarios salgan a festinar la tranquilidad en que se desarrollaron los comicios o, en su caso, celebrar los triunfos alcanzados, lo cierto es que la abrumadora ausencia del electorado en las urnas, su exigua participación para definir a sus representantes es un indicador elocuente de las condiciones precarias en que se desenvuelve nuestra, todavía, embrionaria democracia.
No es solamente que los mexicanos se encuentren desafectos a las opciones partidarias que se disputan el ámbito político, sino que se encuentran profundamente insatisfechos con el “modelo de democracia”. Al menos esto es lo que exhibe el informe Latinobarómetro 2018. Según el estudio, solamente 55 por ciento de los mexicanos considera a la democracia como el “mejor sistema de gobierno”, muy por debajo del promedio (65 por ciento) de los países latinoamericanos; 48 por ciento la califica como una democracia “con grandes problemas”, pero sólo 16 manifiesta tener algún grado de satisfacción por ella. El dato es elocuente si lo comparamos con la satisfacción experimentada en países como Uruguay (47), Costa Rica (45) o Chile (42).
Con estos datos no debe causar extrañeza que el abstencionismo haya sido el vencedor de los comicios del domingo. Las cifras son contundentes: 78 por ciento en Quintana Roo, 71 en Baja California, 68 en Tamaulipas, 67 en Puebla, 62 en Aguascalientes y 56 en Durango. Los resultados, si bien no cuestionan su legalidad, sí ponen en entredicho la legitimidad con que los candidatos asumen sus cargos de representación, aspecto este último que parece no importarle a los defensores sempiternos de este “modelo mexicano”, al que defienden a pesar de las evidentes carencias que exhibe y la magra calidad de democracia que promueve.
No obstante lo anterior, los resultados de la jornada electoral permiten algunas reflexiones sobre la configuración futura del sistema de partidos. De entrada, la debacle indiscutible de los partidos tradicionales (PRI, PAN, PRD) y con ello, el virtual desmantelamiento de la partidocracia. El descalabro que experimentaron en las elecciones del 1 de julio de 2018 ahora se manifestó con mayor profundidad, con un PRI con una presencia testimonial en tres estados y un PRD prácticamente borrado del mapa electoral. Por su parte, el PAN sufre una doble derrota a manos de la fuerza política que se encuentra en sus antípodas: Morena, la cual arrasa con la gubernatura y alcaldías de Baja California, además del gobierno en Puebla. Los espacios que conserva el PAN, la mayoría legislativa de Tamaulipas, la mitad de ayuntamientos en Durango y la capital de Aguascalientes, son producto de su maquinaria local más que de su marca partidaria.
Respecto a los partidos pequeños, su condición de satélites de Morena abona a la supervivencia del PT y del PVEM. Aunque habría que anotar que fueron sus votos los que permitieron a Barbosa ganar el gobierno de Puebla. Por su parte, el partido MC, en coalición con el PAN y el PRD, impulsó y puso todas sus canicas en la candidatura de Enrique Cárdenas. La presidencia municipal de Durango fue su único logro electoral.
La inobjetable victoria del Morena, que suma dos gubernaturas, numerosas alcaldías y el control de dos congresos locales, exhibió su dependencia al efecto de arrastre de su fundador; pero al mismo tiempo, su precaria y deficiente organización en Tamaulipas, Durango y Aguascalientes.
@fracegon
JJ/I