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Y resolver Magistraturas
A creerle
Poeta y funcionaria pública, Guadalupe Morfín ha entrelazado su labor para intentar entender al otro, sus problemáticas y sus tragedias de una manera más profundas.
Autora de Relámpagos de la memoria y Mansos diluvios, entre otros títulos, sigue encontrando en la poesía un oficio irrenunciable.
NTR. ¿Cómo comenzó tu pasión por la poesía?
Guadalupe Morfín (GM). En mi casa había mucho amor por los libros. Siempre hubo una biblioteca al alcance de la mano, la de mi padre y la de mi madre que eran muy distintas, ambos eran buenos lectores y buenos conversadores, viene de esos años mi gusto por la palabra. Mi mamá era una narradora de cuentos excepcional y además cantaba muy bonito; las letras de sus canciones como que fueron impregnando esos momentos de infancia. Ella iba todos los martes al templo de la compañía de Jesús, el de San Felipe Neri, en el atrio del templo se ponían vendedores que traían revistas y libros para niños y jóvenes provenientes de España: cada martes estaba lleno de gozo por la ilusión de esos libros. Todo eso influyó, además de mis maestras en el Instituto de la Veracruz.
NTR. ¿Y la escritura?
GM. Mi primer poema era horroroso, nunca lo he enseñado, tenía yo 13 años, pero gracias a ese poema seguí escribiendo como parte de mi vida cotidianamente, vi que encontraba compañía, consuelo y una manera de comunicarse. Nunca lo dejé. Yo ni me animaba a llamarme poeta, me animaron Raúl Aceves y Raúl Bañuelos en sus talleres cuando leyeron mis primeros textos. Era muy tímida en ese sentido, necesitaba la confirmación de afuera. Era una necesidad vital, que venía de muy adentro, a veces del dolor y a veces de la abundancia de vida, de querer contar.
NTR. ¿Qué buscabas encontrar en la poesía en ese primer momento?
GM. Buscar la huella de un paraíso que se puede recuperar a través de la palabra, o como una idea también de las personas que conocía y por quienes sentía gratitud. A partir de cierta edad la poesía viene siendo una forma de recuperar la infancia, de recrearla y reinventarla.
NTR. Fueron poemas sobre la observación cotidiana, lo que tenías al alcance…
GM. Luego están los poemas que hice en mis varios viajes como Ombudsman a Ciudad Juárez o a El Salvador, a Guatemala, a Honduras, a Perú, a Costa Rica, la realidad de los países andinos. Las cárceles que visité en esos trabajos o cuando fui responsable del taller de literatura del reclusorio femenino de Guadalajara, todo eso aparece en Tiempo de plantar olivos, fue traducir en poesía lo que no podía decir en los informes públicos, lo que tenía que escribir robando tiempo al descanso, en los vuelos, en los hoteles, en las horas en las que debía estar durmiendo yo escribía porque tenía la necesidad de dejar plasmado el horror, que muchas veces tenía que ver con feminicidios, guerras civiles, pero donde siempre había aunque sea un atisbo de luz, la esperanza, en revelar lo sórdido, sacar a la luz, imaginar.
NTR. ¿Cambió tu forma de ver la poesía desde entonces?
GM. Ha sido un oficio íntimo, he sido más conocida por mis funciones públicas, pero el oficio más personal ha sido éste, una cruz y un regalo, una cruz por la carga intensa de dolor en el acercamiento y la mirada por lo que sucede en el país desde hace varios años: las historias de tortura, desaparición forzada y asesinato, a los poetas nos tienen necesitados de un trabajo espiritual intenso para seguir haciendo lo que solemos hacer: contar y cantar, para seguir haciendo un lugar a la luz a través de la palabra y mantenernos lo menos insanos mentales posibles.
NTR. Durante este tiempo ¿cómo sientes que se relacionan tus dos funciones?
GM. Cuando me invitó Santiago Creel a ser comisionada en Ciudad Juárez en el tema de asesinadas y desaparecidas lo comenté con un cuñado, le decía: “pero si yo soy poeta…” y este cuñado con el que hice la maestría de Literaturas del siglo 20 me dijo que precisamente porque ese trabajo se debe hacer desde esa mirada, tener la posibilidad de entablar empatía con las familias de las víctimas, saber ponerse en sus zapatos, poder traducir sus anhelos, resistir sus reclamos, de servir como pararrayos y seguir tendiendo puentes. Quien puede navegar el vehículo conciliador, pero también que abre heridas con miras de cicatrizar, es la palabra, la palabra poética. La palabra es como un bisturí, permitiendo que salga a la luz aquello que lastima.
NTR. ¿Alguna vez pensaste en renunciar?
GM. A la poesía jamás. A los trabajos públicos sí, a veces incluso al día siguiente de haber aceptado tomarlos, cuando me tocó ser parte de aquel episodio de la primera fuga de El Chapo Guzmán, que tuvieron que traer escoltas mis hijos y yo durante nueve años, o en lo de Ciudad Juárez cuando a los seis meses de todas esas historias había llegado a un punto de límite y de quiebre muy fuerte, fue como si se rompiera el motor de la esperanza, entré a una depresión fuerte por la que acudí a homeopatía, reuniones espirituales, rituales, inciensos, todas las fórmulas, por supuesto el amor de mi familia, pero sobre todo la conexión con las mamás de varias de las víctimas, había abrazado a una y le había cantado canciones de cuna una noche de desconsuelo, como mi mamá nos cantaba a nosotros, eso me hizo seguir hasta que terminó mi mandato.
NTR. ¿Qué descubriste desde esa perspectiva que es la poesía?
GM. Al escribir uno trata de desentrañar la huella del misterio, de lo eterno, de Dios, que está en cada ser humano, hay mucho que depende de la lectura de cada quien, la poesía es el arte de suavemente tocar la puerta y esperar a que quien quiera se deje tocar o se reconozca.
JJ/I