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Un México violento
Porque nos la quitaron
“Un río anchuroso, que se desborda sobre un anfiteatro de basálticas rocas negras y brillantes como el pulido ébano… ¡Qué poder ese tan mágico del agua!... Esta cascada, enamora, atrae como el imán y acaba por adormecer al espectador con ese conjunto que tiene de belleza, de colorido, de luz y sombra, de potencia y vida”. Así describió Eduardo A. Gibbon en su libro Guadalajara (la Florencia mexicana), publicado en 1893, el entonces majestuoso salto de Juanacatlán, al que no dudó en bautizarlo como el Niágara mexicano. Difícil conciliar luego de 127 años, el texto luminoso de Gibbon, con el hedor y la pestilencia que emana del río Santiago, con aquel idílico lugar. Pero lo más grave, no ha sido la destrucción de una belleza natural, hecho de por sí condenable, sino haber trasformado aquel anchuroso río en un vehículo de enfermedad y muerte.
Todavía recuerdo, a finales de los años 50 del siglo pasado, haber acompañado a mi padre cuando llevó a mi tío Luis a conocer las cascadas. Todavía guardo una imagen nebulosa de la impresión que me provocó ver los chorros de agua deslizándose entre las rocas. Aunque siempre tuve la intención de regresar al sitio, fueron muchos años después, obligado por una entrevista de trabajo, que regresé a la población de El Salto, y me encontré con una raquítica cascada y un olor nauseabundo que agredía el sentido del olfato.
Ya desde ese tiempo, la contaminación del río Santiago se había convertido en tema de conversación, y aparecía, de manera recurrente, en las portadas de los diarios locales. Se hablaba entonces del efecto nocivo de las industrias ubicadas a lo largo de su ribera, que desfogaban ingentes cantidades de desechos tóxicos y minerales peligrosos en la cuenca del río. También de manera recurrente se escuchaban las declaraciones de los gobiernos federal y estatal sobre su deterioro, seguidas de las promesas de combatir su contaminación. Exabruptos verbales que nunca se materializaron en acciones concretas y efectivas; así, entre la verborrea de las autoridades, el río Santiago agonizaba inexorablemente.
La omisión gubernamental cobraría su primera víctima el 28 de enero de 2011, cuando el niño Miguel Ángel López Rocha falleció a consecuencia del cuadro infeccioso originado por su caída a las aguas contaminadas del Santiago. La tragedia fue acompañada por la reacción airada de los lugareños, que generó una oleada de indignación que culminó con una macrorrecomendación de la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH), que sacudió la apatía del entonces gobernador. Empero, al paso del tiempo, la amenaza criminal de la cuenca desapareció de los titulares de los diarios, y lo que es peor, de las preocupaciones de los jaliscienses.
La publicación de un estudio realizado en 2009 por la Universidad de San Luis Potosí, cuyas conclusiones señalaban que de una muestra de 330 niños, de seis poblaciones cercanas al río “más de 40 por ciento tenían padecimientos relacionados con enfermedades graves como cáncer, daño neurológico, en los riñones, así como alteraciones hematológicas impactantes”, y que desde entonces había permanecido oculto, provocó un airado desencuentro entre el gobierno estatal y la CEDH. En este contexto, las medidas cautelares a favor de los pobladores que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) demandó a los gobiernos federal y estatal, representa una oportunidad para que “ahora sí”, tanto López Obrador como Alfaro, atiendan puntualmente y sin regateos las recomendaciones. De no hacerlo, ambos estarían incurriendo en una negligencia criminal.
Twitter: @fracegon
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