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Escribo desde el futuro, en una ciudad desierta

Escribí la primera noticia sobre el coronavirus el 31 de enero, cuando eran cerca de 10 mil las personas contagiadas en el mundo; ahora superan las 304 mil. Un día antes había estado en una conferencia de prensa con 300 personas en Dallas, Texas. La influenza era la prioridad, estaba matando a más personas, dijo ese día el doctor Philip Huang. Colocarían detectores de temperatura en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth, uno de los más transitados en Estados Unidos. Al final entrevisté a Huang y le extendí la mano, él gentilmente me ofreció el puño.

Al día siguiente se confirmó el primer contagiado en Dallas, un condado con más de 2.5 millones de habitantes. Las autoridades prohibieron las reuniones de 500 personas, después dijeron 250, luego 50, con la sugerencia de menos de 10. La escasez de los artículos básicos y los confinamientos comenzaron hace dos viernes. El centro de la ciudad es un desierto. Restaurantes, bares, museos, escuelas o iglesias están en pausa.

Ha sido triste escuchar las historias de migrantes hispanos que han perdido su trabajo. El futuro es incierto. Una migrante de Veracruz tiene la renta de marzo, pero no sabe qué pasará en abril. Su esposo limpiaba un gimnasio y una escuela. Otra mexicana cuida niños y el viernes le llamaron sus empleadores para cancelarle los próximos días. Son sólo unos casos.

Hay migrantes indocumentados sin acceso a salud y no podrán solicitar un seguro de desempleo si son despedidos. En Dallas vive el mayor número de personas sin seguro médico en Estados Unidos. Los hispanos que trabajan como meseros, cocineros, personas cuidando a otros son quienes lo están pasando peor. Otros en jardinería, construcción o en fábricas siguen con sus labores hasta ahora.

La pandemia podría afectar las remesas desde Estados Unidos, tan necesarias ahora para paliar los efectos económicos durante el tiempo de confinamiento. Más de 50 por ciento del trabajo en México es informal y las remesas representan la segunda fuente de divisas.

En 52 días he visto un funeral sin abrazos, un bautizo con menos de 10 personas, anaqueles vacíos como en el peor huracán, una quinceañera dispuesta a arriesgarlo todo. He vuelto a escuchar el silencio y el canto de los pájaros más fuerte que las voces. Vi a una tortuga lagarto en medio de una carretera vacía. Abracé con fuerza a mi hermana menor que vino desde California, hace dos años que no nos veíamos. Jugué con mi sobrino de 11 meses y acaricié su pelo suave. Planeábamos dos semanas y fueron cuatro días, tuvieron que volver a una ciudad con la cuarentena más estricta del país.

Conocí a una emprendedora con servicios de catering que ahora reparte pequeñas cantidades a domicilio, a la mamá de un niño con autismo severo que no tendrá terapias especiales, a una mujer que ofreció a sus amigas una tarjeta con dinero para ir al supermercado. Una amiga entre Tijuana y San Diego, con las fronteras cerradas, se besó profundamente con un nuevo amor.

Aquí sumamos 131 casos positivos y dos personas han fallecido, un hombre rondaba los 90 y otro los 60, lo encontraron solo en su casa. En México hasta el 21 de marzo eran 251 personas enfermas y dos muertos. Así que escribo esto como si lo hiciera desde el futuro, unos días adelante de lo que veo que comienza a suceder en mi ciudad, Guadalajara y en mi país. Desde este lugar recomiendo cuidar a las personas cercanas, a las desconocidas y a las más adultas, sus pulmones son los más frágiles y pueden ser los pulmones de nuestros padres. Volver a mirar a los otros con humanidad nos hará bien.

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