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No se metan con nuestras simulaciones 

El proceso para decidir el presupuesto tiene, en términos generales, los siguientes pasos: los poderes y organismos autónomos elaboran una propuesta que envían al Ejecutivo; éste manda un proyecto al Legislativo que lo revisa y aprueba, para regresarlo al Ejecutivo para su promulgación. 

En teoría, la definición de los recursos para cada dependencia y sector debe ser suficiente, de manera que cubra sus necesidades y les garantice autonomía. 

En la práctica no sucede así. El presupuesto, tanto federal como estatal, tiene en realidad dos características básicas: es inercial y lo define el Ejecutivo, dejando un mínimo margen para negociar con los partidos políticos representados en los legislativos y con los actores políticos de otros poderes u organismos. 

En este proceso, que se vive cada año, el margen de negociación es casi exclusivamente con tintes políticos y, muy de vez en cuando, atendiendo a mínimos requerimientos de la sociedad. 

La definición inercial del presupuesto se da porque el crecimiento de la burocracia en todos los ámbitos de gobierno compromete la mayor parte de los recursos, a lo que habrá que sumar el gasto de su operación. Luego, están los servicios que por obligación presta el Estado, como salud, educación y seguridad, y los compromisos como deuda o contratos multianuales. 

En la aprobación de los presupuestos, el Poder Legislativo tiene muy poco qué decir. Y algunas veces que ha hablado, ha sido desafortunadamente para lo que en antaño se conocía como moches, que eran pequeñas decisiones de gasto de los legisladores para favorecer a municipios gobernados por sus partidos políticos a cambio de una comisión. 

El presidente Andrés Manuel López Obrador presentó una polémica propuesta para hacer cambios al presupuesto sin tener que consultar al Congreso de la Unión cuando se trate de una emergencia. Es decir, planteó llevar hasta el extremo esta atribución que los presidentes han tenido de decidir arbitrariamente en qué se gasta la mayor parte del dinero de los mexicanos. De hecho, él también se había impuesto en el gasto de este año, gracias a la mayoría que tiene su partido en la Cámara de Diputados. 

El equilibrio de poderes en la definición del gasto es realmente una simulación, pues la forma en que se decide deja a los legisladores con muy pocas posibilidades de intervenir. 

Eso sucede en lo federal y en lo local. Y no importa si el Ejecutivo tiene o no el respaldo de una mayoría. Nada más recordemos lo que sucedió en Jalisco en 2011, cuando los diputados le movieron el presupuesto que en ese momento envió el entonces gobernador del Partido Acción Nacional (PAN) Emilio González Márquez; simplemente no lo publicó, lo que se conoce coloquialmente como veto, por lo que la decisión de los legisladores no se cristalizó. 

¿Qué sucedió? Se tuvo que ejercer el mismo gasto que el año previo, lo que terminó favoreciendo aún más a González Márquez, pues al recibir más dinero que en 2010, pudo disponer de los excedentes de manera completamente discrecional. Fue una dura lección y, por ello, es muy difícil que un Legislativo entre a fondo en los cambios de un presupuesto. 

Incluso los cambios legales que se han ido incorporando en los lineamientos de los presupuestos, obligando a que éstos se liguen a instrumentos de planeación, no han eliminado el poder de los gobernadores y el presidente para definir el gasto. 

Esto no quiere decir que el presidente López Obrador tenga razón al pedir que se amplíe más su poder para gastar como le dé la gana. Por el contrario. Su propuesta es un exceso que podría traer consecuencias terribles para las necesidades del país. 

Pero la discusión tendría que ir en otro sentido. Habría que redefinir las reglas de cómo se gasta el dinero público, sin rasgarse las vestiduras defendiendo nuestras simulaciones. 

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