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Y resolver Magistraturas
A creerle
Desde hace mes y medio, tal vez después de una reflexión devenida del semiaislamiento por la pandemia y de ver cuán necesarias se volvieron las redes sociales para intentar sobrellevar la distancia y, en muchos casos, la soledad, caí en cuenta de lo adictivas que me estaban resultando estas plataformas. Y no de una buena manera.
Sí, es muy satisfactorio cuando un tuit, una foto en Instagram o una publicación en Facebook son compartidos y tienen decenas o cientos de Me Gusta, pero pareciera que ese es el gancho para estar pendiente de cada publicación, cada notificación, cada pequeño sonido que emiten celulares o computadoras para avisarnos que alguien dejó un comentario, que a alguien le encantó lo que escribimos, que una persona nos etiquetó en una foto, que alguien nos mandó un mensaje privado para decirnos que qué bonito nuestro perro, nuestro gato, nuestro atardecer desde la azotea.
Pero uno de los detalles que me comenzó a causar conflictos reales es que, así como llegan palabras lindas y alentadoras, también existen hordas de personajes oscuros que, desde el anonimato y la distancia digital, se encargan de agredir, lastimar y hasta amenazar. No me refiero a aquellos que piensan diferente y disienten por una auténtica experiencia o visión de la vida, sino a quienes realmente parecieran gozar de agredir de alguna forma mediante las redes sociales, arropados con el argumento de la libertad de expresión.
Empecé a hacerme consciente de que los soniditos o las vibraciones de las notificaciones me molestaban por sí mismas. Incluso llegó el punto en el que me incomodaban, no importaba si fueran avisos positivos o negativos; me sentía como un ratón de laboratorio respondiendo a cada uno de los estímulos del exterior. “Si no contesto esto rápido creerán que no me importa; si no le pongo like van a pensar que no creo que su mascota está bonita”.
Muchos pensarán que se trata de una cuestión de voluntad o de no engancharse con esa gente que busca el conflicto, pero también me parece que es una cuestión de personalidad y de estómago. Y la idea que comenzó a rondarme era que, así como debía intentar tener relaciones sanas con las personas que me rodean, esos vínculos benéficos debían también alcanzar otros ámbitos. No tenía por qué mantenerme relacionada con un sistema que me estaba causando más molestias que agrados.
Además, por esas mismas fechas, supe de personas que fueron víctimas de fraudes o extorsiones y hasta amenazas de cierta gravedad en sus redes sociales.
En un empujón que pareció llegar desde fuera, vi un documental ficcionado llamado El dilema de las redes sociales. Los datos que muestran básicamente concluyen que todos somos el artículo en venta: nuestro tiempo, nuestra atención, lo que deseamos, lo que queremos, en una especie de idea germinal que te plantan para que crezca con cada like, cada publicación compartida, cada anuncio...
Y aunque para no pocos es vital estar en redes sociales, sea por trabajo o por gusto, yo tomé varias de las recomendaciones que, a dos semanas, me han funcionado: desactivar las notificaciones de aquellas aplicaciones que no considero urgentes o importantes, utilizar un buscador que proteja mis datos personales y no rastree mis búsquedas ni guarde mis historiales en la red, y hacer limpieza de grupos y personas en mis redes de quienes siento que son más perjudiciales que benéficos de forma emocional.
Cada quien sabe lo que hace con su tiempo y lo que invierte en navegar por Internet, pero cada día me convenzo más de que prefiero leer un libro o ver una película que seguir deslizando mi dedo para ver cómo nos devoramos unos a otros desde detrás de una pantalla.
Ahí la llevo.
Twitter: @perlavelasco
jl/I