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Se fue bien pagada
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Luciérnagas. Hermosas, brillantes, diminutas, verdes y escurridizas.
Hace años, décadas enteras que no veo a alguno de estos pequeños insectos.
Flotaban como burbujas de jabón apenas comenzaba a oscurecer. Sus tenues destellos de a poco tomaban fuerza, a palpitar como un pequeño corazón, se volvían revoloteos elegantes e intermitentes entre tupidos arbustos y añejos árboles.
Con los calores del verano y las lluvias que siempre bañan a Guadalajara en esas fechas, la humedad que traían consigo las vacaciones escolares de medio año también nos regalaban a estos bichos de luz. Y no he visto tantas como entonces, en mi niñez, cuando íbamos a La Primavera a pasar algún fin de semana, entonces lejos de la ciudad, cuando ésta no era todavía la muralla de casas y edificios que ahora amenazan al bosque.
Ignorantes como entonces éramos (y fuimos muchos), cuando el cielo comenzaba a pasar de rojo a violeta, salíamos a recolectar luciérnagas. Un vaso nos bastaba para salir corriendo detrás de ellas y atraparlas. Las queríamos para que fueran nuestra lámpara personal mientras la noche devoraba el entorno, y con la convicción de que al día siguiente las dejaríamos ir. Pero entonces llegaba la hora de ir a dormir y mejor las liberábamos. Abríamos la tapa del vaso o del frasco y, con mucho pesar, lo agitábamos para que ellas salieran y de nuevo se unieran a esa sinfonía de luces verdes que, ante nuestra mirada, eran como una danza irregular y sin sentido.
El bosque olía a humedad profunda. Eran madera y hojas que desafiaban el olfato. Era la madera que se quemaba dentro de las cabañas, que ahumaba la cena antes de que nos mandaran a la recámara.
El bosque era esos ligeros bailarines verdes suspendidos a la altura de nuestros ojos, los mismos que minutos antes habíamos tenido dentro de un frasco y ahora veíamos de lejos, con una ventana de por medio.
El bosque era esas estrellas fugaces a las que, llenos de ingenuidad honesta, pedíamos deseos, como pasar un examen o que nos dejaran ir de viaje con algún vecino o amiguito de la escuela, eran los relámpagos de blanco azulado que rebotaba en las paredes de las recámaras.
El bosque era ese concierto de grillos y chicharras, acompañado del croar de las ranas y del trinar de aves cuyos nombres nunca supe. Era el crujir de las ramas cuando el viento las recorría en franco escape y la lluvia que golpeaba el cristal de las ventanas, los truenos que retumbaban en lo profundo de la tierra.
El bosque era sentir las hojas debajo de los pies, que se rompían al ritmo de nuestros pasos, como si fueran un ligero colchón entre nuestros zapatos y la tierra. Era cuidar lo que tocábamos, porque podíamos molestar a alguna serpiente o algún otro animal para el que nuestra presencia no era amigable.
El bosque era comer bombones quemados a las brasas de la madera en la chimenea como si de verdad fuera la octava maravilla, un manjar dictado por los dioses. Era un café con leche por la mañana con una pieza de pan (una concha de chocolate o una mantecada, de preferencia).
Han pasado poco más de treinta años de esos primeros recuerdos que tengo de La Primavera, de ese bosque que cada día ponemos en peligro.
Y me inunda la tristeza al pensar que todas esas memorias podrían no ser una realidad para quienes son niños ahora. Como si las llamas que lo destruyen fuesen también fuego ficticio que quema las fotografías mentales de aquella belleza que acompañó mi infancia.
Ruego por que no sólo en mi recuerdo quede ese baile de foquitos verdes.
Que su luz sea más que una anécdota para compartir.
Más que una motita de color que se levanta con el viento.
Brillante.
Twitter: @perlavelasco
jl/I