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Los irresponsables

Esta columna está inspirada en la novela del escritor portugués José Saramago Ensayo sobre la lucidez y en el libro del filósofo francés Guy Debord La sociedad del espectáculo. Dos obras que a pesar del tiempo en que fueron escritas mantienen su vigencia y por ello las considero recomendables para entender de otra manera, con otras perspectivas, estos tiempos en los cuales abunda la confusión, la miseria política, los chantajes y el histerismo de los políticos profesionales que, por más que hacen, no logran que la gente vaya a las urnas en las cantidades que ellos sueñan. 

Lo que nunca han aceptado los profesionales de la política es que lo que hacen y lo que no hacen es justamente lo que lleva a la gente, en su mayoría, a mantenerse distante de las urnas. En su arrogancia creen que la gente no entiende. Que no se da cuenta. Si fueran autocríticos no les parecería extraño este alejamiento cuando la política del poder ha devenido exclusivamente en la banalidad, lo fútil, el espectáculo en su acepción negativa, y tiene como objetivo central y máximo el poder y el dinero. Desde luego ellos lo niegan, pero sus hechos, sus decisiones, su forma de vida dicen la verdad. El cinismo político ha ascendido al grado que los gobernantes y los aspirantes a serlo admiten públicamente ser corruptos, pero alegan que el otro es más. La miseria política… 

El problema para ellos es ahora un poco más complicado porque, además de la gente de la que siguen diciendo que no saben por qué no vota y, por tanto, se les etiqueta como “irresponsables” y “carentes de virtudes cívicas”, ha venido creciendo el número de personas que, dadas las circunstancias, se convencen de la inconveniencia de seguir reproduciendo este sistema y de la necesidad de buscar otros horizontes y ello implica realizar otras prácticas políticas. 

Y entonces esos “irresponsables” y “carentes de virtudes cívicas” miran a quienes así los tipifican y en sus mentes se agolpan las palabras para contestarles, pero no, no lo hacen. Prefieren dar la impresión de que aceptan, que no les incomoda o que no les importa que así les llamen. Total, una muestra más de desprecio. Dan la espalda, voltean la cara y dirigen la mirada a otro lado; quizá muevan un poco la cabeza en señal de desaprobación y dibujando una sonrisa irónica siguen su camino constatando que entre ellos y los otros que lo tienen todo y aspiran a tener mucho más a su costa hay un abismo infranqueable. Y en ese caminar se desmarcan de lo electoral; la forma partido les parece infame y en la medida de lo posible van tomando distancia de estos procesos que les parecen insignificantes y carentes de sentido, de cara a las necesidades y problemas que, solos, enfrentan día a día. 

En México la historia de procesos electorales supera los dos siglos y encontramos en ellos un mar de promesas de mejoramiento, de bienestar, incumplidas. En los años 80 del siglo pasado decía un amigo: “si el voto sirviera realmente para solucionar problemas de la sociedad más necesitada, ya lo hubieran prohibido”. Ese amigo tenía y tiene razón. Desde Francisco I. Madero (1910) y hasta la actualidad, dicho en general, después de cada proceso electoral viene el desencanto; se hace alguna reforma electoral, surgen nuevos partidos, se crean nuevas instituciones, se amplía el sistema representativo que paradójicamente representa cada vez a menos, pero nada más allá de esto. 

Sigue vigente, gracias a todos los partidos, el dominio político que estos reproducen al hacer pensar a muchos, no a la mayoría, que bueno, como haya sido se perdió o se ganó y lo que hay que hacer es esperar otros tres o seis años para volver a intentarlo y así hasta el infinito. Lo que les interesa es mantener el sistema. 

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