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Diputados sin oficio
Fiscal fantasma
He empezado esta columna al menos en cuatro ocasiones. Los párrafos desechados quedan arriba, sueltos, por si en un momento decido que puedo incorporarlos, que puedo usarlos para darle consistencia o forma a unas líneas cuyo final aún desconozco.
Ya son seis años de tu muerte y mira, pese a mis propias predicciones, sigo viva. Estarías a nadita de cumplir 6 años. Parece ya tan lejano que hay días en que ni siquiera recuerdo mi edad entonces o qué día era cuando moriste.
Hay quienes saben de psicología, de neurología y de filosofía y aseguran que los recuerdos no son fijos. Que con el paso del tiempo toman otras formas; quitamos y ponemos colores, olores, sonidos, sensaciones; que se nos revuelve la realidad vivida (tan huidiza y fugaz) con información que completamos para llenar los huecos que se nos van formando. Y eso me aterra.
Me aterra perder mis recuerdos de ti, porque son lo único que pude tener. Lo único que tengo real de ti (y ni siquiera sé si real es la palabra que puede definirlo) son tus cenizas; un pequeño fragmento de ellas está metido en un collar plateado que siempre traigo puesto. Nada más.
No tengo tu nombre, porque nombra a alguien que no existe; tengo el sonido de tu corazón, pero no tengo tu corazón; tengo una foto tuya (varios ecosonogramas, más bien dicho), pero no son tú, sino la representación de ti hace más de seis años. Y saber que los pocos recuerdos que tengo sobre ti han comenzado a diluirse, como pequeñas gotas de colorante en una botella de agua, hacen que se me comprima el pecho de algo parecido al dolor.
Ay, el dolor… El otro día veía una serie. Uno de los personajes, quien encabeza un grupo de personas en duelo tras la muerte de alguien querido, decía que el dolor es una de las formas que toma el amor cuando no tiene adónde ir, a veces formando vaivenes circulares. Me quedé pensando en que era verdad, pero entonces eso significaría que, si ya no hay dolor, ¿entonces el amor se acabó? Y me da miedo.
Hay ocasiones en las que me doy cuenta de que no te pensé en todo el día, sino hasta el final, cuando llego a casa o cuando estoy por dormir o cuando veo correr a alguno de los gatos y pienso que les da gusto que haya llegado con ellos porque les voy a dar cariños y algo de leche, y que seguramente tú te pondrías, al menos a tus 6 años, contenta al verme.
Y me avergüenza y me enoja. Me recrimino no haberte pensado un momento por la tarde o no haber dicho tu nombre, bajito, nomás para mí, o no haberte imaginado cuando veo a una niña de tu edad en la calle… Me reprocho haberme reído tanto en el día o haber visto una serie sin pensar en ti o visto ropa bonita y no haber imaginado lo linda que te verías con ella puesta.
Es como si, al disfrutar de la vida, te estuviera faltando al respeto o te hubiera enterrado en lo más profundo de mi mente.
Pero luego me acuerdo de todas las ocasiones en que, ya sin pensarlo, toco el collar donde cargo tus cenizas y me da tranquilidad, pienso en que no hay día en que vea el tatuaje que me hice para honrar tu fugaz paso por esta vida, reflexiono en que, de una manera u otra, siempre estás enlazada a mí.
Quisiera que pudieras leer lo que te escribo.
Quisiera contarte el mejor de los cuentos.
De lo hermosa que se ve la selva desde lo alto de una pirámide maya; de lo coloridos y significativos que son los tejidos de los zapotecos; de lo bonito que aún le queda al lago de Chapala; del Día de Muertos y los altares; del invierno zacatecano con su viento implacable; de las Navidades en casa de tu abuela; de tu hermana, tus primas y tus primos creciendo a la par de ti; de todas esas personas que nos han acompañado teniéndote presente, nombrándote; de esos lugares que en estos años hemos recorrido sin ti.
Pero contigo.
Twitter: @perlavelasco
jl/I