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Víctimas y victimarios 

Todos hemos sufrido violencia y todos también la hemos ejercido alguna vez, en algún grado. Es violento el que mata y tortura, pero lo es también el que se mete en la fila, el que se estaciona en doble fila, el que deja el excremento de su perro en la casa del vecino o el que aturde a los demás con su música favorita. 

Hay violencias extremas como los asesinatos de niños o la pederastia, pero existen formas más sutiles de agredir a los demás. Muchos agresores no se asumen como tales. El ciclista que circula por la banqueta y obliga al peatón a quitarse, la propietaria que pasea sin correa a un perro grande que ataca a uno más pequeño, el niño que se burla de su compañero de clase. 

Algunos terminan siendo partícipes de violencias mayores. El que compra un teléfono robado es cómplice del ladrón que le puso a su víctima una pistola en la cabeza. Quien compra droga a un grupo criminal paga con su dinero las balas de los sicarios. 

Agredimos a golpes o a tuitazos. Violentamos con el cuerpo, con palabras o con memes. Imponemos por la fuerza nuestra voluntad sobre la voluntad y los derechos de las otras personas. En algunos casos tenemos el poder, pero en otros no. A veces somos victimarios y a veces, víctimas. Algo tenemos los seres humanos que nos lleva a agredir con mucha facilidad a nuestros semejantes.  

Paulatinamente normalizamos la violencia. Nos asustaban los primeros cadáveres colgados de los puentes, nos asombraron las primeras cabezas rodando en una pista de baile. Ahora es normal que los aficionados de distintos equipos de futbol deban estar separados porque, si no, se golpean. Por casi nadie es mal visto insultar a otras personas en la calle o en las redes sociales. 

Es ingenuo pensar en un mundo sin conflictos. El conflicto es parte de la vida humana. Siempre habrá puntos de vista distintos, intereses contrarios y disputas. La diferencia es la manera de resolverlos. Diversas condiciones dificultan ahora que podamos atender de manera menos agresiva nuestras diferencias. 

El resquebrajamiento de referentes familiares, educativos e incluso religiosos donde se solían aprender ciertas formas de convivencia y respeto. Principios básicos como “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan” se van perdiendo. 

La disolución del sentido de la decencia, no en su acepción moralina, sino en la del respeto por el derecho del otro. En contraparte se aplaude la ilegalidad. El que cumple la ley es un tonto. El que la viola y se sale con la suya es admirado. 

La prevalencia de una sociedad individualista que diluye el sentido comunitario y fomenta el egoísmo. La noción de empatía y de ponernos en el lugar del otro se desdibuja. 

El consumismo que enajena a las personas. Se extiende la idea de que el éxito consiste en tener la mayor ganancia al menor costo, a costa de todos y de todo. 

Las máximas autoridades, lejos de ser ejemplo de serenidad y concordia, descalifican y agreden desde las plataformas de poder. 

Las redes sociales que favorecen, muchas veces desde el anonimato, los linchamientos públicos y la agresión a los que piensan distinto. 

Y, quizá el más grave de todos, la podredumbre en México de los sistemas institucionales creados para dirimir los conflictos. Si los espacios para ello no funcionan, no habrá manera resolver la violencia. 

Si la violencia sigue incrementándose quizá llegue el día en que entendamos que es necesario encontrar mejores vías para resolver las diferencias y perseguir nuestros intereses. Mientras, seguiremos siendo víctimas de unos y victimarios de otros. 

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jl/I