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Del tifo y la viruela a la influenza y coronavirus

“El contagio cundió con una rapidez espantosa, a pesar de las muchas precauciones que por el gobierno se dictaron para evitar la propagación de aquella epidemia, y la intensidad del mal era tan terrible que apenas se registran casos de salvación”, relata el escritor Vicente Riva Palacio. 

Las autoridades se volcaron para atender a los enfermos, “pero muy numerosa era la clase pobre, muy grande la miseria en aquella época y muy violento y contagioso el mal”. ¿A qué epidemia se refería? ¿Al coronavirus? No. Se refería a la temida matlalzáhuatl, como llamaban los indígenas a la enfermedad que, por los síntomas similares, se considera era tifo o peste, que brotó a finales de 1736 en la Nueva España.  

Coordinador de la obra México a través de los siglos, en el tomo 2 Historia del Virreinato, escribió: “No bastaban los edificios destinados para hospitales, morían en las calles sin abrigo multitud de desgraciados; apenas eran suficientes en los cementerios los trabajadores para sepultar tantos cadáveres, y el aspecto que presentaban las ciudades como México, Puebla y Guanajuato era pavoroso. Si el número de muertos no alcanzó a la enorme cifra que en la epidemia que ciento sesenta y un años antes había asolado la Nueva España, se debe sin duda a que la población había disminuido extraordinariamente, pero el numero proporcional de víctimas de la peste en 1736 es el mayor que se registra en la historia de la colonia”. 

Los cálculos del número de víctimas variaban, y el también político y militar contó: “La cantidad de muertos enterrados en la ciudad de México en las iglesias y en cinco cementerios designados en extramuros ascendió a cuarenta mil ciento cincuenta; en Puebla pasó de cincuenta mil; el padre Alegre calcula, en su Historia de la Compañía de Jesús en México, que murieron en esa peste las dos terceras partes de los habitantes de Nueva España”. 

Si bien en años anteriores se registraron otras epidemias, la matlalzáhuatl también asoló a Guadalajara en enero de 1738. Cientos de enfermos fueron atendidos por religiosos solo en el Hospital Real de San Miguel Belén, como narra Lilia V. Oliver Sánchez en Historia del Reino de la Nueva Galicia, en el capítulo “Crisis demográficas y epidemias”. 

Posteriormente, en 1780 fue devastador en México el virus de la viruela, que se transmitía por contacto directo con descargas respiratorias de una persona enferma o con los objetos que contaminó. Brotó en Guadalajara ese año y ocasionó el mayor número de muertos en el barrio de Analco, “asentamiento de origen indígena ubicado al oriente de la ciudad, mismo que conformaba uno de sus arrabales, con las peores condiciones y donde vivían hacinados gran cantidad de pobres”. 

Después vendrían otras epidemias. Viruela y tifo ocasionaron numerosas víctimas desde la llegada de los españoles. El coronavirus es parte de la historia de epidemias que se remonta siglos atrás. Si, más recientemente, en 2009 enfrentamos la influenza, en febrero de 2020 empezamos a resentir los mexicanos la pandemia mundial que trae consigo el avance del coronavirus. Es distinto el contexto, con mayores avances de la ciencia y mejor comunicación pública, entre otras diferencias, pero similares los estragos, la alarma y las actitudes. 

El planeta es una aldea, donde lo que suceda en un país repercute en los otros. Aprender a cuidarnos en la convivencia es un imperativo humanitario y de sobrevivencia. Esta vez, además, hacemos frente a otras epidemias: la del descuido combinado con la ignorancia, el egoísmo, la desinformación como arma política y la difusión intencionada del pánico. Las crisis sacan lo mejor y lo peor de la humanidad. Que, ahora, lo mejor destaque sobre lo peor. 

Twitter: @SergioRenedDios

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