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Era de pasta dura, azul. En la portada, las siluetas de varias golondrinas enmarcan un eclipse de sol, del que apenas se ve un pequeño filo amarillo, como una uña de gato vista de perfil: un eclipse justo antes de completarse. En letras amarillas, delgadas, escrito el título del libro. En blancas, el autor. Abajo a la derecha, en un cuadro pequeño, la editorial. 

En la contraportada, arriba y en medio, una fotografía en blanco y negro del escritor, vestida, en el filo, con el nombre del fotógrafo que la hizo. Debajo de éstas, con letras blancas, una sinopsis hecha por el mismo creador de la obra en no más de 20 líneas. 

Alguna de las varias mudanzas que he hecho en mi vida me obligó a deshacerme de esta obra literaria, pero con mucha frecuencia, más de la que podría esperar, viene de visita a mi mente. Alguna vez me han dicho que debería volver a comprar el libro, pero definitivamente no tendría el mismo sabor. Se le llama nostalgia y a veces es estúpidamente absurda y terca. 

Además, por lo que he buscado, esa edición en particular ya no la hacen. Todas las que se hay ahora poca relación tienen con esa hermosa portada azul y sus golondrinas y su eclipse. Buscarlo en alguna plataforma o librería de segunda mano sería lo más cercano a la posibilidad de tenerlo de nuevo conmigo. 

El libro ni siquiera era mío, sino de mi mamá. Lo tenía en un librero pequeño, armado por cubos de aglomerado de madera, que estaba en la recámara. Allí, entre mis cuentos e historias infantiles, estaba ese ejemplar. No tengo con claridad cuándo lo leí, pero sé que ya era una adolescente y estaba en la secundaria. Tendría 13 años, no más de 14. 

Lo leí varias veces. La primera de ellas me dejó confundida y extrañada. Había en la historia muchos pasajes ajenos a la cultura que conocía, la mexicana, así que no me eran entendibles del todo; al terminarlo en esa ocasión, tuve que acudir a otras fuentes para comprender lo que había quedado suelto. 

La segunda ocasión todo fue más claro. Lo llevaba a todos lados y leía y releía páginas enteras. Me regresaba dos o tres párrafos no por distracción, sino por avidez. La portada comenzó a abollarse de las orillas, como suele pasar con los libros de pasta dura que se traen en el trajín diario. El sutil plástico comenzó a desprenderse y a enrollarse en sí mismo. 

Aun en esa segunda ocasión, lo más difícil era comprender que un sacerdote se hubiera enamorado al punto de la obsesión. Era complicado leer sobre posesiones demoniacas cuando se trataba de una enfermedad que corroía a la protagonista. Pero toda esta marejada de preguntas que me hacían volver sobre las letras ya leídas sólo me causaba preguntarme una y otra vez qué era lo que tanto me emocionaba de ese libro. 

Tal vez las respuestas a esas dudas vinieron con una tercera –o hasta cuarta, eso ya no lo tengo cierto– lectura. El libro, aún sin tener claro por qué, me había emocionado, desde la primera ocasión, con su prólogo. Escrito por el mismo autor, contaba cómo había llegado a esa historia y como ésta se convirtió en una novela, que ahora estaba en mis manos. 

Comenzó todo con un hallazgo en unas criptas de un convento. El jefe del escritor le indicó que se diera una vuelta a ver qué encontraba, si hallaba alguna historia, un hilo para tirar. Lo que allí descubrió terminó por inspirarlo a un relato que, a la postre, devoré muchas ocasiones. 

Yo había descubierto, en ese par de páginas firmadas en Cartagena de Indias en 1994, el periodismo. 

Entendí, varios años después, que el periodismo es otra forma de contar historias. Más pequeñas que esa novela que me enamoró por años, pero no por ello menos valiosas, enriquecedoras y relevantes. 

Ese libro se convirtió en uno de mis fundamentales tres. Lo sigue siendo. Siempre lo enumero cuando alguien me pregunta. Supe, de alguna forma, que quería escribir letras para que alguien más las leyera; que el papel, aunque efímero, es precioso, y que el olor a tinta puede abrasar tanto como las vocaciones y los amores más profundos. 

Y aquí estoy. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I