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Un México violento
Porque nos la quitaron
Uno no adopta a un gato, es el gato el que te adopta a ti. Todos quienes hemos tenido gatos en algún momento de nuestras vidas sabemos que esta es una premisa esencial, básica y, diría, germinal de la relación de casi cualquiera con su respectivo amo felino.
Conozco bastantes historias en las que, en los momentos menos esperados, llegó un animal de estos, astuto y de pupilas enormes, a marcar al humano como de su propiedad, restregándosele en las piernas, para jamás irse de su lado.
Yo misma fui víctima de este ardid. A mí los gatos ni me gustaban. Es más, podría decir que me daban miedo. Luego, en la universidad, conocí al gatito de una compañera, Tania, y pensé "bueno, esto no es tan malo como parecía".
Ahora, más de 20 años después, soy una Karen como muchas otras (y otros), que ha adaptado su casa, su vida, sus dinámicas a tener compañías bigotonas y elegantes.
Mi primer amo felino fue (y sigue siendo) Sombra. Es una viejita de 15 años ya. Ha perdido peso, su carácter se ha complicado, quiere que todo el tiempo esté a su disposición, ya tiene zonas en su cuerpo en las que el pelo no es tan abundante como antes.
Y ella no era siquiera mi gata (de allí mi planteamiento inicial). A Sombra la adoptó mi pareja, pero yo la conocí desde el primer momento en que llegó a su vida. Y ella, como buen felino, lleno de decisión y voluntad propia, pensó que yo sería una mejor adopción para ella. Con ella aprendí todo lo que sé de los gatos. Desmonté mitos, como que son huraños y poco cariñosos, y lo que pasa en realidad es que los gatos tienen una forma de amar, de vincularse, muy diferente, desde la libertad y a su ritmo, a su tiempo, con sus condiciones. Es como si continuamente te dieran lecciones de coincidencia, de consenso, de puntos de intersección.
A mi amigo Alonso tampoco le encantaban los gatos, hasta que encontró a Mía. Un día llegó y me dijo: "Oye, creo que traigo a un gato en el carro". Básicamente desde que salió de casa, temprano, había estado escuchando un maullido, al que no le dio importancia, pero este continuó durante horas y al llegar al estacionamiento del trabajo se dio cuenta de que, sí, el maullido venía de dentro de su auto.
Abrió el cofre y, cual Nacimiento de Venus, brotó la belleza. Era un bebito blanco de ojos verdosos, una pelusa de unos dos meses de edad. Bufó, gruñó y se defendió como si no hubiera mañana. Ella, más asustada que nosotros, había recorrido buena parte de la ciudad dentro del cofre, en algún lugar, agazapada, a altas velocidades. Resistió todo ese tiempo y Alonso simplemente dijo: "Pues la voy a adoptar, se lo ganó". Pero, como en mi caso, fue Mía quien los adoptó a ellos y eligió a la novia de Alonso, Beatriz, como su humana.
Mía los ha acompañado por al menos nueve años. Se ha mudado tres veces de ciudad con ellos y le enseñó a Alonso que, sí, esos bichos de lenguas rasposas y uñas afiladas pueden ser una fuente inagotable de amor.
Ahora ha llegado con alguien de mi familia una bella gatita de dos años, llamada Maca. Es una carey de nariz negro profundo. Apenas está siendo presentada con su nueva humana, la mamá de mis primas, quien poco sabe de gatos, como muchos de nosotros al principio. Maca sabe andar con arnés y, me dicen, es tranquila y dormilona.
Yo soy una escéptica consumada, pero a veces, con una total consciencia de ello, elijo creer en algo así como el destino. Maca está llegando a la vida de la mamá de mis primas a casi ocho meses de que falleciera su esposo, mi tío.
No sé si Maca y ella vayan a congeniar. No sé si Maca quiera que ella sea su nueva familia y viceversa, pero tengo claro que esas presencias animales nos animan a levantarnos para darles de comer, se nos acercan cuando creemos que nada puede movernos para que les hagamos algún cariño o juguemos, en momentos en los que a veces no podemos ni con nosotros mismos y nuestros dolores.
Es como si nos pudieran sanar un poco aquello que tenemos roto dentro.
Con ronroneos.
X: @perlavelasco
jl/I