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En la política son más importantes las creencias que los hechos y la emoción que la razón. Como en el futbol, pesan más los vínculos afectivos que el rigor del análisis. Eso lo saben bien quienes se dedican profesionalmente a la vida partidista y por eso han florecido en los últimos años quienes se dedican a exaltar las emociones de los ciudadanos.
La aparición de las redes sociales ha exacerbado la proliferación de mentiras y la degradación del diálogo sobre los asuntos públicos. De esta capacidad de manipulación da cuenta la multiplicación de robots y cuentas falsas en Internet.
Los datos objetivos pasan a segundo plano cuando hay una liga afectiva entre un político de cualquier color con sus seguidores. Igual que en el futbol. La consideración sobre si una jugada fue penal o no dependerá no del hecho mismo, sino del equipo a quien le vaya quien emite el juicio. Si la decisión del árbitro es a favor de su equipo, defenderá a capa y espada que sí hubo falta. Pero si es en su detrimento, encontrará la manera de explicar que no existió. Y probablemente en ambos casos esté realmente convencido de ello, porque la emoción le nubla la razón.
Lo mismo ocurre con la política. Es claro que el discurso de un militante cambiará según se encuentre en el poder o en la oposición. Eso ya no extraña a nadie. Las convicciones ideológicas se mueven según las coyunturas y conveniencias. De la misma manera, muchos seguidores de una u otra opción política también acomodan sus opiniones y moldean sus principios no en función de los hechos, sino de sus creencias y su afectividad.
Lo que un ciudadano consideraría inaceptable en otro presidente, resulta ahora completamente justificable. Y lo que otra persona critica al actual mandatario, lo justificó en su momento cuando el partido en el gobierno era distinto. Aunque sean en ambos casos acciones muy similares.
Esto es esperable en un contexto donde en los más diversos aspectos de la vida prevalece la emoción y donde los grupos políticos polarizan sus posturas para ganar adeptos. Está estudiado. Por eso las guerras, los conflictos y la polarización les vienen como anillo al dedo a quienes están inmersos en una confrontación política. Siempre hay un malo contra el cual luchar.
Es más fácil ganar adeptos simplificando la realidad que complejizándola. Por eso se suelen plantear los problemas, sean los personales o los nacionales, en términos de blanco y negro, a mi favor o en mi contra. De ahí el rotundo éxito de las telenovelas mexicanas en las que están claramente definidos los buenos y los malos, las víctimas y los victimarios. No hay términos medios.
Siempre es más efectivo inventar enemigos a quienes echar la culpa que asumir responsabilidades. Si el otro es una amenaza, entonces nos agrupamos para hacerle frente, así se ganan adeptos. Es más fácil expresar un adjetivo que un dato. Parece que se gana más insultando que argumentando.
Igual de equivocados están quienes consideran que cualquier crítica que haga un periodista al gobierno es porque es chayotero, que quienes afirman que vamos camino al comunismo. Algunos están convencidos realmente de eso. Otros saben que es mentira, pero lo propagan para fortalecer a su grupo.
Este nivel de análisis es sumamente pobre. Puede traer resultados inmediatos, pero no ayuda en nada en construir una sociedad más democrática y ciudadanos más analíticos. Los líderes de los grupos ideológicos en conflicto tienen la oportunidad de defender sus posturas de maneras más constructivas. De seguir así, podrán ganar su batalla, pero harán un gran daño a la sociedad.
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jl/I