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Jueces nuevos renunciando
Porque nos la quitaron
El inicio de este 2021 ha estado a tono con las expectativas y predicciones: nos hemos llenado de muerte. El Covid-19 no respeta ideología ni militancia filosófica, pero ha puesto contra las cuerdas a gobiernos, empresas, familias y demás instituciones y organizaciones diseñadas para funcionar en la normalidad. Aquella normalidad que prevalecía al inicio de 2020 no volverá pronto, lo sabemos, y el impacto psicológico y social que conlleva se hace patente en todos los ámbitos de nuestra vida. Hoy, nuestra desesperación y angustia son cada vez más evidentes. La llegada de la vacuna es la luz al final del túnel, pero el túnel es muy largo.
Para colmo de males, el Covid-19 llegó justo en el momento en que otra pandemia, la de la desinformación y la incredulidad, arremete con fuerza contra las instituciones del Estado. Con el avance exponencial de la comunicación digital, la legitimidad de los políticos, sus partidos y sus gobiernos se han erosionado de forma dramática. La democracia, tal como la conocemos, cuando menos en teoría, hoy se encuentra en un riesgo inminente, y así lo constatamos el pasado 6 de enero con la violenta toma del Capitolio en Washington.
Respecto al Covid-19, es un hecho que todos hemos padecido los estragos de esta pandemia; familiares, amigos y conocidos se han infectado, algunos han librado la batalla, otros no. En México, las conversaciones a través de todos los medios a los que tenemos alcance nos manifiestan una realidad atroz: en muchos estados ya no hay camas de hospitales, el número de contagios sigue creciendo, los gobiernos, de todos los niveles, están rebasados y pasmados; por si esto fuera poco, la mezquindad y falta de empatía con los demás se ha consolidado como nuestro sello distintivo. La solidaridad social brilla por su ausencia. Estamos concentrados en una insulsa disputa política que poco nos va a dejar, si no es que más muertos y miseria.
Durante esta epidemia hemos demostrado, con hechos fehacientes, el tipo de sociedad que somos: gandalla, irresponsable y valemadrista. Ni el horror que se hace presente en cada ingreso a Facebook, Google, Twitter y WhatsApp, en los noticieros de radio y TV, en las opiniones más especializadas o en el comentario más aterrador nos han hecho modificar nuestros comportamientos, nuestras actitudes y sentimientos. Nos vale madre el muerto mientras lo velen en la casa de enfrente.
Estos dos componentes han formado una tormenta perfecta. Noam Chomsky decía que “la desilusión con las estructuras institucionales ha conducido a un punto donde la gente ya no cree en los hechos. Si no confías en nadie, por qué tienes que confiar en los hechos. Si nadie hace nada por mí, por qué he de creer en nadie”. Lo dicho por Chomsky hace algunos años confirma el riesgo inminente al que hoy estamos expuestos. Por un lado, el coronavirus nos ataca sin tregua y, por el otro, los gobiernos sufren una brutal pérdida de credibilidad, en muchos casos, con méritos de sobra.
Este caldo de cultivo es idóneo para conformar una catástrofe. El filósofo judío-norteamericano sostenía que en nuestros días “la gente se percibe menos representada y lleva una vida precaria con trabajos cada vez peores. El resultado es una mezcla de enfado, miedo y escapismo. Ya no se confía ni en los mismos hechos. Hay quien le llama populismo, pero en realidad es descrédito de las instituciones”.
Lo que en su momento advertía Chomsky se ha potencializado con esta pandemia. Son tiempos complejos, inéditos. No creemos en el virus y en su letalidad, no creemos en nuestros gobernantes, denostamos las instituciones porque, es verdad, no han servido de mucho a millones de personas; no creemos en la fuerza de la solidaridad, pero tampoco creemos en los esfuerzos individuales. Ahora sí, que Dios nos agarre confesados.
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jl/I