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Pagando las cuentas
Mejor restar
Nunca le he tenido mucha fe a la Policía. Hay algunos oficiales que se entregan a su trabajo, a servir a la gente, pero no son muchos. Las prácticas violatorias de derechos humanos permanecen ahí desde hace muchos años.
Una vez, cuando estaba en la universidad, iba yo caminando de madrugada por Ávila Camacho y Federalismo cuando unos policías de Guadalajara me pararon. Me subieron a la patrulla que porque parecía yo sospechoso, que qué andaba haciendo yo a esas horas en la calle y que me iban a llevar a poner a disposición de la autoridad. Yo sabía que no era prudente ponerme al tú por tú con unos fulanos empistolados y en uniforme, así que me puse flojito y cooperando.
En realidad, no llevaba nada de valor conmigo, así que no tenían algo que quitarme. Llevaba un telefonito Nokia de los cacahuatitos que se usaban hace 15 años. Me lo había regalado mi padre, aunque en aquel entonces nunca me agradó mucho la idea de usarlo. Esa vez lo llevaba porque mis padres me pidieron que lo hiciera para avisarles de cualquier cosa. Y así fue.
Le entregué el celular a uno de los policías y marcó el número de mi casa, donde contestó mi madre y les contó que había yo ido a hacer un trabajo de la escuela. Y es que una maestra de sociología nos había mandado a que fuéramos a La Mutualista a hacer un experimento sociológico de hablar con alguien desconocido, que muchos tomamos solo como una escapada. A mí no me interesaba mucho ese tipo de socialización entre el ruido del baile y me salí después de un rato para caminar por las calles de Guadalajara.
No sé si les dio lástima hablar con mi madre o se dieron cuenta de que no sacarían nada de mí, pero me dejaron ir y todo quedó tan sólo en un susto que no le deseo a nadie. ¿Qué hubiera pasado si trajera dinero o un teléfono de los que en aquel entonces estaban a la vanguardia? Todo esto me cuestioné el lunes a raíz de la conversación que tuve con un amigo a quien frecuentemente le aplican la famosa e infame “revisión precautoria”, que se ha mantenido desde hace décadas como el método preferido de los policías para vigilar.
Intentamos dilucidar por qué a él tan seguido le aplican la basculeada y le revisan sus documentos con pretextos estúpidos, pero no atinamos a establecer una explicación coherente. Hay abogados que llaman a ese método policial el delito de portación de cara para explicar por qué los agentes se ponen a revisar a algunas personas y a otras no. Probablemente mi caso, con pocas revisiones en tantos años, sea explicable debido a que no frecuento ya tanto la vía pública como cuando estudiaba la carrera o quizás tiene que ver con la posibilidad de que yo, una persona con bastón, pudiera más fácilmente que otras personas acusarlos de actos discriminatorios.
La verdad no lo entendemos, pero lo que sí es cierto es que cualquier persona en cualquier momento está expuesta a ese tipo de maltrato policial. Aun conociendo perfectamente los derechos consagrados en las leyes que establecen que nadie puede ser molestada en su persona ni en sus bienes, salvo que el acto de molestia esté justificado por la comisión en flagrancia de algún ilícito o por orden de una autoridad judicial.
¿Y qué se puede hacer al respecto? Aunque soy partidario de las libertades civiles y del respeto a los derechos humanos, no puedo ser ingenuo y creer que una persona puede salvarse de ese tipo de atropellos por recitar el artículo 16 de la Constitución o los del Código Nacional de Procedimientos Penales. Ante la abrumadora y común práctica policial violatoria de derechos humanos, lo único viable es cooperar y recordar todos los datos posibles de los funcionarios involucrados.
Twitter: @levario_j
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