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Los hermanitos
Son la misma porquería
Una de las cualidades que debería tener cualquiera que atienda personas es saber escuchar. Los llamados servidores públicos podrían cumplir mejor sus funciones escuchando a quienes, precisamente, sirven. Escuchar es distinto a oír. Escuchar es ponerse en el lugar del otro o la otra, sin juicios previos, abiertos a lo que desee comunicar. Los que gobiernan el país, una entidad o un municipio tendrían que aprender a desarrollar las habilidades de una genuina escucha. Sin embargo, saber escuchar no es un requisito legal para ocupar cualquier cargo público. No es una cualidad en boga. Escuchar con respeto contribuiría a fortalecer la democracia, al facilitar que diferentes voces hallen oídos atentos para generar mejores acuerdos políticos favorables a todos.
Hay que ir más allá: ser escuchado es un derecho humano. Los gobernantes deben escuchar; no al “pueblo” en lo general, pues hacerlo en abstracto no garantiza nada y puede ser más un eslogan que una práctica democrática. Porque la escucha activa es, tal cual, una práctica democrática. O, en otras palabras, la democracia se construye dialogando y escuchando las distintas realidades de los hablantes. Se trata de que cada persona, en sus condiciones y contexto, sea escuchada en lo individual o en lo grupal. Sin cortapisas, sin pretextos esquivadores, sin prejuicios descalificadores.
Digámoslo así: no escuchar es no servir. O escuchar sólo cuando conviene es manipulación. O escuchar únicamente cuando no se confronta al funcionario equivaldría a solo buscar lisonjas fáciles. En una relación de poder, escuchar también es un acto político. Igualmente es una actitud humanitaria. En su interesante obra El arte perdido de escuchar, el psicoanalista Michel P. Nichols plantea que “escuchar de forma genuina significa suspender la memoria, el deseo y el juico y, al menos durante unos momentos, existir para la otra persona”.
Desde el primer momento en que un ciudadano se acerca a una dependencia pública, desde ahí empieza la cadena de lo que tendrían que ser buenas escuchas. Solo hay que añadir que la escucha atenta va acompañada, en el servicio público, con la obtención de resultados satisfactorios. El ciudadano pide ser escuchado y hallar soluciones. Cuando falla uno de los eslabones de escuchas, que empiezan en una oficina, en la ventanilla de una dependencia o con un mensaje por cualquier vía, el ciudadano sigue la cadena de oídos hasta llegar, si no le cumplen, al funcionario de mayor jerarquía. Cuando el ciudadano busca desesperadamente al titular del Ejecutivo, el Judicial o al representante del Legislativo en turno es porque la cadena falló. No hubo ni escucha empática ni soluciones. Los servidores públicos fallaron.
Parece que en ninguno de los tres poderes de Jalisco comprenden la importancia de ese binomio, escuchar y solucionar. Tan es así, que las manifestaciones de protesta frente a palacio de gobierno, Casa Jalisco o el Congreso del Estado son recurrentes. Los oídos cerrados y la falta de resultados positivos en las fiscalías, en los juzgados, en numerosas dependencias, no dejan otra alternativa, más que plantarse frente a los jefes. Y gritar para ser escuchados. Gritar para romper silencios ominosos. Un ejemplo claro son las familias con desaparecidos, las que demandan justicia en casos de feminicidios y violencias de todo tipo, incluida la vicaria. Nadie las escuchó ni resolvió y deben buscar en su residencia al gobernador Enrique Alfaro. O, si se quiere, en otro caso reciente, deben plantarse frente a un cuartel de la Guardia Nacional, como sucedió en Ocotlán, para ser escuchadas y externar sus quejas.
¿Acaso hay que soportar tribulaciones y ponerse en huelga de hambre afuera de Casa Jalisco para ver si algún día Alfaro se digna a escuchar unos pocos minutos como recién sucedió con Blanca Paredes? Hay numerosos oídos sordos y de falta de respuestas a las demandas de jaliscienses.
Twitter: @SergioRenedDios
jl/I