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A aplastarlo
Y el sarampión avanza
Un prominente empresario y constructor de nombre Enrique me platicó una de las grandes lecciones de vida que encontró siendo muy niño de una manera inusual y hasta dramática, que hoy platica entre risas.
Siendo pequeño, su familia arribó a Guadalajara desde una zona rural de Sinaloa buscando un mejor futuro. Su hermano mayor había encontrado un trabajo de repartidor y le habían otorgado una bicicleta que guardaba por las noches en casa. A Enrique lo enviaron al Mercado IV Centenario, en el corazón de la capital tapatía, a comprar algo para la cena y le pareció fácil tomar prestada aquella bicicleta.
No acostumbrado a traer vehículo, regresó a casa a pie, dejándola recargada en uno de los muros de la entrada. Por la noche lo despertó el cerebro: “¡La bicicleta!”, escuchó desde el interior de su cabeza. No pudo ya dormir y sólo atinó a rezar por que al día siguiente apareciera. En cuanto amaneció salió corriendo y la sorpresa fue que la esperada bicicleta se encontraba en el mismo sitio. Con un suspiro, la montó y se dirigió a casa no sin antes detenerse en la iglesia del barrio, la Capilla de Jesús, para agradecer a Dios que le hubiera cuidado la bicicleta.
Al salir de su oración, la bicicleta ya no estaba. Con temor, tristeza y desilusión tuvo que platicar a su padre lo que asombrosamente había sucedido. Su padre, al que ama profundamente, le dijo sin congoja: “¡Dios no cuida bicicletas!” y continuó con una cátedra sobre concentración, responsabilidad y de llevar una vida despabilada. Le dijo que Dios “siempre quiere” cuando la gente se esfuerza, estudia y trabaja. Que Dios “no quiere” cuando la gente no pone de su parte.
Le dijo que a Dios no había que pedirle, porque el que espera vivir de milagros no se supera, que a Dios hay que agradecerle cuando se ora por todo lo que tenemos, como salud, familia, amor y tanto que cada día nos obsequia para que nos esforcemos por ser mejores y más productivos. Le dijo que Dios no era responsable de tanta pobreza y males de la vida y que eso era consecuencia de las malas decisiones de la gente.
Enrique se quedó mirando a su padre y le dijo: “Papá, ¿por qué entonces somos pobres?”. El padre se armó de valor y le dijo la verdad: “Porque en nuestra familia no había habido alguien que tuviera las agallas de quererse superar, de estudiar, de ser alguien”. Desde entonces, Enrique no volvió a ver igual a su padre y entendió el enorme sacrificio y atrevimiento de dejar su tierra para traer a sus hijos a estudiar, a superarse, a luchar y a triunfar.
Cada hombre y mujer deben hacerse responsables de su propio destino, ayudar a predecir el futuro con sana ambición, deseo, esfuerzo y amor al trabajo. La gratitud a la vida, a Dios en momentos difíciles cuando las cosas parecen que perdieron sentido aumenta la fe y engrandece el espíritu al buscar la enseñanza y el aprendizaje de una mala experiencia.
Valorar lo que nos queda antes que lamentar lo que perdemos es una enorme virtud que debemos enseñar a nuestros hijos y a nuestros alumnos.
jl/I