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Aprendizajes de la no violencia

Fueron veinte años de sufrir el horror de la violencia en Colombia durante los años ochenta. Los conflictos por la guerrilla, el narco y por especulaciones del agua atisbaban el dolor. Los muertos, que mostraban la tortura y la saña como el triunfo más poderoso, iban a dar al río Magdalena, en la cuenca del Cauca, haciéndolo parte de la impunidad, desfigurando los restos. Se hizo tan frecuente esta práctica que al río se le re-bautizó con el nombre de “río tumba” y los pescadores se alejaron de él.

El horror ya formaba parte del escenario de este brazo del río más caudaloso de Colombia. La vida del río y la muerte de personas por encargo a bajo precio no parecían incomodar demasiado a las autoridades, por más que los familiares de los desaparecidos exigieran justicia, con una tremenda burocracia.

La corriente arrastraba a los cuerpos y los detenía en un codo de la vertiente. Una mujer, que habitaba en la zona, con piedad y dolor comenzó a darles sepultura. La comunidad y algunos ciudadanos organizados encontraron en esta práctica un sentido de duelo. Un grupo de artistas comenzó a construir con la comunidad un proceso creativo que implicó la denuncia colectiva y un ritual para dar paz, nombre y rostro a cada uno de las víctimas; también para darles sepultura y para recuperar al río. Ofrecer perdón, a los asesinos, a las víctimas y al río, y con ello recuperarlos de la violencia.

Se hicieron balsas de una especie de bambú. En ellas se izaban grandes lienzos con los rostros de las víctimas, con sus nombres, con velas y flores. Además, los rostros fueron interpretados artísticamente con la participación de los propios familiares. Así, se transformaba el dolor y se daba paz, descanso y reconciliación. Los grandes rostros caminaron por el río. No había manera de ignorar ni el dolor, ni la denuncia de los asesinatos de las personas y del desprecio al río.

Esta práctica de indignación, a la postre ayudó a detener la violencia en la zona.

De ella aprendemos algunas lecciones, entre otras:

I) Que el río, como todo ecosistema al verse como límite o margen de la urbanización o la civilización es “secuestrado” por el crimen, pero no es de ellos. La naturaleza no es confín, por el contrario, es encuentro de las comunidades humanas y también de convivencia con las comunidades no humanas. Y al darle este sentido, la realidad cambia.

II) El poder de sentir. De empatizar colectivamente con el dolor de los que sufren para transformarlo en denuncia y reconciliación. Este poder transformó la existencia y generó “resistencia”. Se creó la “re-existencia”, una palabra dicen los colombianos, brotada del dolor, de las heridas del habitar y del deseo de retorno, de la esperanza por reconstruir la vida en los lugares que alguna vez fueron devastados por la guerra.

Esos son dos aprendizajes colectivos de los cuales podemos ensayar en México y en Jalisco formas más solidarias de re-existencia, de rescate del territorio y del derecho a la no violencia que tenemos.

Se puede consultar en la Internet “Magdalenas por el Cauca” para mayor información.

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jl/I