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Los secuestros

Esta semana nos enteramos del desenlace desafortunado de dos secuestros de estudiantes: el caso de Norberto Ronquillo y el de Leonardo Avendaño, lo que ha desatado una muy comprensible indignación en contra de las personas responsables de la seguridad pública. Por lo pronto, yo quiero manifestar toda mi solidaridad con las familias de estos dos jóvenes, es simplemente horrible la situación por la que atraviesan.

Mi intención no es sacar un provecho político del tema sino tratar de entender el fenómeno de manera más amplia. El secuestro es probablemente uno de los crímenes más odiosos debido a la presencia constante de la amenaza de daño: hay una continuidad espeluznante día tras día, las víctimas viven un infierno entre la esperanza de recuperar a sus seres queridos y el infierno de no saber qué pasará.

Annette Haddad y Scott Doggett escribieron hace diez años un artículo en el periódico Los Angeles Times sobre los niveles epidémicos que estaban alcanzando en ese entonces los secuestros en países como Brasil, Colombia y México. Básicamente esto se ha convertido en una industria que se multiplica en función de varios factores, el principal: la impunidad. En su libro ¿Es real la realidad? el psiquiatra Paul Watzlawick propone que una amenaza solamente es eficaz en la medida en la que se cumplen cuatro condiciones: a) Que sea creíble, b) Que alcance a la persona amenazada, c) Que ésta pueda cumplir las demandas, y d) Que no pueda ser contrarrestada. La impunidad se refiere específicamente al cuarto punto; si alguien hace una amenaza y ésta es contestada con una amenaza de mayor peso, es probable que la primera no ocurra; si una persona asume que las probabilidades de ser atrapada son altas y que las penas son severas, entonces lo pensará dos veces antes de actuar. En México, con un índice de impunidad cercano a 99 por ciento (solamente 1 de cada 100 delitos terminan en una convicción), entonces, por duras que sean las penas en contra de asesinos y secuestradores, éstos seguirán actuando dado que pocas veces se les perseguirá, se les hará proceso, y todavía menos dicho proceso terminará en una condena.

¿Qué hacer entonces ante una situación así? Prevenir. Haddad y Doggett sugieren que lo primero es revisar nuestras rutinas para que sea más difícil convertirse en víctima; los secuestradores tienen recursos limitados por lo que modificar constantemente la rutina de traslados hace que desistan. Pero en caso de que llegara a suceder el secuestro, lo mejor es acudir con un experto negociador. Los números muestran que hay estrategias que funcionan mejor, por ejemplo, no pagar el rescate de inmediato, dado que los secuestradores pueden pensar que están pidiendo muy poco y empezar a exigir más.

En otros países han tomado otras rutas, por ejemplo, en Italia, es ilegal el pago de rescates, de manera que las familias de los secuestrados caen en el caso dos: no se pueden cumplir las demandas y, por tanto, la amenaza es inútil. Sin embargo, los resultados han sido dispares: las autoridades dicen que los secuestros han disminuido, pero siguen apareciendo casos de alto impacto en los que el gobierno ha tenido que ceder a las demandas. En México ha aumentado el secuestro en parte por las lógicas internas de poder de los carteles de la droga, pero también por una cuestión económica: los secuestros de alto perfil dejan más dinero, pero conllevan más riesgos; es más conveniente atacar a personas en donde no habrá tanta atención mediática, aunque la recompensa sea menor.

Es claro que las autoridades están rebasadas, ¿qué podremos hacer para protegernos? Por favor, cuídense.

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