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Reforma electoral

Mi primer encuentro con el tema electoral fue en Tijuana, donde aparecieron pintas por toda la ciudad con la frase: “No votes”. Este conjuro tatuado en bardas por las calles me provocó interés por conocer el móvil detrás del mensaje. En mis tiempos preparatorianos no sólo conocí las razones, sino también al autor de los mismos. Desde entonces no sólo lo electoral fue parte de mi vida gracias a quien garabateaba los muros de esa ciudad fronteriza.

Las elecciones eran preocupación nacional dada la manipulación que de ellas se hacía desde los gobiernos priístas en todos los órdenes de gobierno. Desde que obtuve mi credencial de elector fui fiel a la consigna del doctor Jorge Vélez Trejo: no voté sino hasta 1991, cuando se constituyó el Instituto Federal Electoral (IFE) y fui insaculado como funcionario de casilla. Pero desde entonces a la fecha el país, en lo electoral, no es el mismo. Con Vicente Fox Quesada se concretó algo impensable: la alternancia en la Presidencia de la República fue una realidad. Lo demás es historia.

Aún persisten en algunos sectores de la población y en políticos tradicionales prácticas poco democráticas en el quehacer electoral, algo perfectamente normal en un país como México, con tantos contrastes, donde cotidianamente conviven la tradición y la modernidad política, social y cultural. Para las nuevas generaciones (y para otras no tan nuevas) las exigencias de transparencia electoral ya no son tan apremiantes; ahora es el desempeño gubernamental y la respuesta imperiosa a las demandas de la población lo que importa.

Las reformas electorales nacen de la necesidad de reconfigurar un sistema comicial injusto, parcial y poco democrático. Las sucesivas reformas electorales en México surgieron por la urgente necesidad de aliviar esas ausencias, vacíos y desajustes, principalmente denunciados por los partidos de oposición, víctimas directas de esos desarreglos institucionales, aunque al final se configuró un verdadero Frankenstein electoral con la legislación respectiva.

En efecto, las elecciones y sus instituciones locales y nacional son caras porque su origen fue la desconfianza y porque los legisladores así lo determinaron. No se necesita hacer una reforma electoral, sino una reingeniería de los organismos electorales, tanto federal como locales.

Por otro lado, introducir la figura de “revocación de mandato” es a todas luces ejercicio de corte populista y de narcisismo político, con más razón si es convocado por presidente mismo. Si se realiza antes de las elecciones, 21 de marzo, sería en plena campaña electoral para cargos de elección popular federales, locales y municipales: Morena se aseguraría carro completo en la mayoría en todos los Congresos. Además, el artículo 83 constitucional señala: “El presidente entrará a ejercer su encargo el 1 de octubre y durará en él seis años”, no más y no menos.

El sistema político mexicano es presidencial: si se desea modificar esto, entonces hablemos de una reforma del Estado, donde o se introduce la figura de jefe de gabinete o se migra a un sistema político semipresidencial, donde se separe la figura de jefe de Estado y jefe de gobierno.

Decrecer el número de diputados y senadores, desaparecer OPLE, fusionar áreas del INE, reducir costos, desaparecer su Consejo General, recortar 50 por ciento prerrogativas de los partidos políticos son también posibilidades que deberán considerarse, pero no son asuntos prioritarios. Estos días están para que el ejercicio de gobierno se haga con responsabilidad y competencia ante los problemas que más aquejan a los mexicanos.

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JJ/I