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…feliz, feliz, feliz…

Desde tiempos inmemoriales, la felicidad ha estado presente en el pensamiento humano; fue un tema predilecto de los filósofos antiguos y ha sido motivo también de reflexiones teológicas. Séneca sentenció en torno a la felicidad: “Considérate feliz cuando todo nazca para ti de tu interior”; para Sócrates, el secreto de la felicidad “…no se encuentra en la búsqueda de más, sino en el desarrollo de la capacidad para disfrutar de menos”; y para Aristóteles, la felicidad “depende de nosotros mismos”.

Claro que para san Agustín, con su concepción teológica, la felicidad es estar cerca de Dios; al igual Kierkegaard, pero él agregaba dos elementos más: el ético y el estético. Para Nietzsche, la felicidad no es algo externo a la persona (normas) y ésta es posible cuando “surge de las leyes propias del individuo, y será proporcional a su tamaño”. Pero en la actualidad, el filósofo sudcoreano Byung-Chul Han sentencia que “tanto el animal hedonista como el artista del hambre llevan una existencia en presidio… Y la felicidad del animal hedonista… no es más aparente ni más engañosa que la dicha de la negación”.

Las reflexiones filosóficas de la felicidad son esenciales para responder a preguntas existenciales, pero la felicidad también es susceptible de ser estudiada e interpretada desde una perspectiva de la ciencia: psicológica, sociológica, cultural (hasta hay una economía de la felicidad; de hecho, los primeros estudios condicionaban la felicidad de las personas a partir de puros indicadores económicos).

En fin, en un ejercicio de reflexión profunda, cada persona debe responder a la pregunta “¿qué tan feliz es usted?” Hay tres formas de responder, cada una con su complejidad natural: primero, tratar de explicar el significado de la felicidad con nuestras muy limitadas palabras (a menos de que seamos malabaristas de las mismas y aun así también dependerá lo que el receptor –con su esquema mental propio– interprete o entienda); segundo, evaluarla a partir de una escala decimal y responder a la pregunta “¿qué tan feliz es?” y, por último, a través de una serie de variables que nos den como resultado un índice de felicidad.

Aunque la pregunta sería: ¿es posible medir la felicidad? O, con más precisión, ¿es posible medir con el mismo instrumento la felicidad en diferentes culturas y a partir de ello hacer comparaciones entre países? El uso de un mismo instrumento en diferentes culturas no garantiza que los resultados obtenidos puedan ser comparables. No obstante, el ejercicio de levantar encuestas en todo el orbe, si bien no son tan objetivas como se quisiera, sí sirven para darnos una idea de cuán felices (o infelices) somos los humanos.

Entonces, dado que la felicidad es una condición interior de cada persona, lo mejor que se puede hacer es que ellas mismas se autoevalúen y decidan, a partir de una escala numérica (o una serie de indicadores de bienestar), qué tan felices (o infelices) son. Este año se publicaron los resultados del Índice Mundial de Felicidad (2019), a partir de una encuesta sobre el estado de felicidad global que evalúa a 156 países según lo felices que se sienten sus ciudadanos.

Lo interesante de esta edición es que analiza la relación entre la felicidad y el gobierno. El informe afirma que los vínculos entre uno y otro operan en ambas direcciones: lo que hacen los gobiernos afecta la felicidad y, a su vez, la felicidad de los ciudadanos determina qué tipo de gobiernos apoyan. Dos mediciones dan cuenta de esta relación en México en los últimos años: las relaciones personales son las mejor calificadas; mientras que la seguridad ciudadana es reprobada. La segunda, la satisfacción con la vida ha ido mejorando gradualmente (con algunos picos), “incluso a medida que crecía la insatisfacción con algunos aspectos de la vida atribuidos al fracaso del gobierno”; entonces, la evaluación de la felicidad personal no depende de una sola variable exclusiva; por ejemplo, el gobierno.

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JJ/I