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Y resolver Magistraturas
A creerle
La quejumbre facilona de todo lo que suceda en el país, la opinión desinformada desde la cual se generaliza, la mentira creada de manera permanente y enfermiza, el desahogo violento a través de los insultos, la generación de una desesperanza inservible, la sordera con audífonos incluidos, la crítica que va de lo ingenuo a la risa loca, la servidumbre a cambio de un sueldo o de intereses personales, la ambición desmedida y golpeadora de grupos políticos, la obnubilización de las neuronas que confunden realidad con percepción, el dogmatismo militante furibundo de cualquier ideología, la nula autocrítica de quienes han gobernado o gobiernan, los ataques planeados y constantes con visiones golpistas y, detrás, un conjunto de patologías son observables en numerosos usuarios de las redes sociales. Se trata de posturas que saltan a la vista especialmente en los temas políticos y religiosos. Aquí aplica la regla que deteriora cualquier convivencia: asegurar que el estúpido, siempre, es el otro.
Las redes sociales tienen su lado altamente positivo y su lado oscuro o perverso. Las bondades de lo primero son evidentes cuando lo que se busca es compartir aquello que nos pueda hacer más alegres, más sanos, más libres, más pensantes. Hay numerosas cuentas que van por ese camino: desde las que buscan apoyar la educación en algún tema hasta las que desean generar consciencia sobre el cuidado de la naturaleza o compartir literatura o actividades científicas, por mencionar algunos temas, en una interesante gama en la que son millones los asuntos, objetivos o intereses personales y colectivos que se ofrecen. Eso es una maravilla fascinante que acerca y comunica redes con redes, personas y grupos.
El lado sombrío de las redes sociales es el lado sombrío de quienes generan los mensajes. Somos lo que escribimos, los mensajes que subimos, los discursos que construimos como usuarios. Las palabras expresadas en cualquiera de las plataformas o formatos no salen únicamente de la mente, sino también del corazón. La comunicación no abarca solo lo racional o irracional; también es profundamente emocional, con cargas afectivas que en las redes se descargan hasta rebasar lo sicótico.
Lo que ahora popularmente se llama personalidad tóxica es fácil advertirla o encontrarla en los espacios cibernéticos, muchísimas ocasiones sin que el emisor dé la cara, oculto desde el anonimato o mediante cuentas falsas. En realidad, podríamos encontrar numerosos ejemplos de lo que define con precisión el DSM-5 Manual de Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales. Son miles los ejemplos de mensajes que nacen de mentes trastornadas, como sucede con aquellos mensajes violentos que circulan contra los niños, por ser de hogares indígenas, de un político, de migrantes o de un agresor suicida, como sucedió hace días en Torreón. No son meras opiniones, son violencia verbal, escrita, audiovisual, contra niños. En las redes sucede con las personas con trastornos aquello que ilustra la metáfora: el último que se entera de que existe el océano es el pez. El último que se entera de su violencia es el violento. Y la reconoce, a veces, cuando ya lastimó o hirió a alguien.
Aún con todo lo enfermizo que se asoma en las redes sociales, lo positivo es que son espacios en que se ejerce ampliamente la libertad de expresión, con responsabilidad o sin responsabilidad, y que al mismo tiempo sirven como ollas de presión que canalizan buena parte de la violencia que subyace en los promotores de los mensajes de odio. Lo mejor, por salud mental, es aislar a los que atizan la violencia en sus mensajes. Que no perturben la paz a la que muchos mexicanos desean aportar para construirla, disfrutarla y compartirla en colectivo.
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