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Interruptor 

Las redes sociales no sólo reflejan un mundo que bien podríamos envidiar de aquellas personas a quienes seguimos, tan llenas de viajes exóticos, vida social, familias hermosas, ropa y zapatos espectaculares, trabajos ideales, casas perfectas, vehículos bellísimos y cuerpos esculturales. 

También están llenas de odio ridículo, agresividad instantánea, confrontación indiscriminada, ignorancia orgullosa y petulancia sobrada. 

Y hay un espacio, tal vez pequeño (o que a veces lo parece), en el que descubres que todos esos mundos virtuales también pueden estar llenos de empatía natural, solidaridad infinita, conocimiento vasto, enseñanzas maravillosas, y voces y palabras brillantes. 

Y encontrarse toda esa vorágine de personalidades, falsas y verdaderas –con todos los matices posibles en medio– a veces es pesado y abrumador. 

En ese contexto, en por lo menos dos ocasiones he estado tentada en apagar mis redes sociales, pero lo cierto es que son éstas las que me permiten mantenerme informada de mucho de lo que ocurre en mi entorno, más al trabajar en un medio de comunicación. 

Pero lo cierto es que, de unos tres años a la fecha, después de un largo periodo de reflexión e introspección, aparejado por una depresión de la que no veía fin, establecí una serie de normas muy personales que me dejan sobrevivir todos los días a la marejada de las redes sociales. 

Y aunque están las reglas que propiamente establecen las respectivas empresas, en realidad parece que las obviamos a conveniencia u omitimos hacer los reportes necesarios para, en algunos casos, lograr que se quite una fotografía, una publicación o un video. 

Todo esto viene a cuento por el papel que han tenido las redes después del horrible asesinato de Ingrid Escamilla, una chica de 25 años a quien su pareja mató, desolló y después tiró sus restos en diferentes lugares para que no lo descubrieran. 

El feminicidio ocurrió la noche del 8 de febrero, de acuerdo con las autoridades de la Ciudad de México; el domingo 9 por la mañana, los policías encontraron al presunto asesino, Erik; el lunes ya estaban siendo difundidas de forma prolífica mediante las redes sociales el video tomado a Erik a la llegada de los agentes, las fotografías de la escena del crimen y las del cuerpo de Ingrid, tirado, sobajado, destrozado… El martes, varios medios de comunicación utilizaron esas fotos, filtradas por las propias autoridades, para ilustrar su portada, sin censura ni pudor. 

La velocidad con la que toda esta información se esparció fue impresionante. En poco tiempo, los medios convencionales se vieron rebasados y las redes, esas madejas a veces muy enmarañadas, avanzaban a pasos agigantados. 

Ante la difusión de las fotos del cuerpo de Ingrid y el video de Erik, otra oleada quiso dar una respuesta a la sangrienta y descarada proliferación morbosa del caso: cuentas reportadas y suspendidas, dadas de baja por la plataforma correspondiente, personas bloqueadas por la agresividad de sus mensajes, fotografías en las que Ingrid está viva y luce radiante, y todavía el jueves por la noche, tal vez miles de imágenes preciosas etiquetadas o con el texto “Ingrid Escamilla”, para que sean éstas las que aparezcan en los motores de búsqueda cuando alguien ingrese el nombre de la joven en búsqueda de su cuerpo mutilado. 

Esta semana, este caso me ayudó para depurar mis propias cuentas de redes sociales; eliminé a personas que hicieron de este asesinato un chiste, bloqueé a quienes se aferraban a defender o justificar al asesino y culpar a la víctima, reporté a cuentas que, sobre todo desde el cobarde anonimato, divulgaban fotos y videos, y me cuestioné mis propios privilegios, para no juzgar a una mujer de 25 años que ya no puede defenderse de nuestros ataques, aunque sean virtuales. 

Que de algo sirvan las redes. 

#IngridEscamilla 

Twitter: @perlavelasco

jl/I