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Ingenuos
El abogado de Ovidio
El legado culinario que nos dejó mi abuela es realmente importante para mí y mi familia.
Ahora, a la postre, muchos años después de que la veía ir y venir en la cocina, y dos años después de su muerte, siento que pude haber pasado mucho más tiempo aprendiendo esos pequeños secretos que sabía, acumulados por la edad y la experiencia, y las grandes recetas que se encargó de conocer y recolectar durante su vida, que ahora sólo están en un cuadernito de forma francesa, con pasta café, con las hojas medio sueltas, y en la mente de mi mamá, mi tía y, sobre todo, de Cecilia, una tía segunda que se crio con ellas.
Pero aunque hubiera querido, los tiempos ya eran distintos: yo no pasaba tanto tiempo en la cocina porque tenía que ir a estudiar, y lo que aprendía o ayudaba en esos menesteres era más bien durante las vacaciones, los fines de semana o en fechas especiales, cuando ciertos platillos cobran relevancia.
Mi abuela nació en un municipio al sur de Zacatecas, Nochistlán, que en realidad está más cerca de Guadalajara que de la capital de aquel estado. Llegó a vivir a la Perla Tapatía ya siendo adulta y con un bagaje culinario ya formado, que aprendió de su propia abuela, el que combinó con sabores e ingredientes que encontró en tierras jaliscienses, que aunque no son del todo divergentes, sí tienen sus diferencias.
Esta mezcolanza deliciosa la podemos disfrutar todos los días –con los frijolitos fritos con manteca de cerdo y un chile serrano, siempre en su cazuela de barro, o un café de la olla con deliciosa canela– o en fechas en las que bien vale la pena ponerse listos y no perder detalle del menú de la casa familiar.
Una de estas temporadas es precisamente la Cuaresma, que comenzó hace un par de días con el Miércoles de Ceniza. Son estas fechas cuando una gran variedad de platillos me hacen recordar a mi abuela.
Mi vida, como ya lo he escrito varias ocasiones, tiene más bien un calendario gastronómico; sé que un cierto día o momento del año está por llegar porque mi olfato, mi vista y, por supuesto, mi gusto van percibiendo ciertos aromas o colores o sabores que me avisan que el mundo sigue rotando.
Así, cuando veo que sobre la mesa de la casa de mi madre hay una bolsita de habas o un paquete de camarones secos con todo y cabeza, listos para meterse a la licuadora y hacerse polvo, mi radar estomacal sabe que la Cuaresma ya está a la vuelta de la esquina.
Este año, los bolillos me notificaron que ya era momento de preparar las papilas gustativas. Ceci, al modo en que haría –u ordenaría que se hiciera– mi abuela, puso a orear varios birotes ya cortados en rodajas desde el martes. Ya cuando estuvieron secos, los puso a freír, mientras preparaba la miel de piloncillo con canela. Bien desengrasados, acomodó los trozos de pan en un refractario cuyo fondo fue cubierto con tortillas, y los fue bañando con esa deliciosa y suntuosa mezcla. Hasta encima, pasas, cacahuate y un poco de queso, que le da un sabor ligeramente salado y característico. Al final, al horno de la estufa, para el tueste al punto. El resultado: la maravilla de la capirotada.
Sé que apenas comenzó la temporada, pero también sé, con la certeza que tenemos los tragones románticos, que serán días de platillos deliciosos y recuerdos familiares. Porque cuando nos sentamos a la mesa con estos manjares cuaresmales de por medio, siempre traemos a mi abuela a la memoria. Cómo preparaba una comida, lo mandona que era en la cocina (y en todo, en realidad), las anécdotas que nos contaba sobre su propia abuela, esa mujer que le enseñó a cocinar, y la forma en que nos decía que nos quería al darnos de comer lo que podía preparar, aun en los tiempos más difíciles.
La comida es amor.
Y memoria.
Twitter: @perlavelasco
jl/I