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México: la guerra perdida

México es un absurdo trágico, un país sumergido en sangre, muerte e impunidad. Lo ha sido desde hace más de 20 años, a causa de dos sucesos específicos y un sinnúmero de equivocaciones, crisis autoimpuestas, malas decisiones y corrupción del Estado. 

Primero fue la migración, de Colombia a tierras mexicanas, del centro operativo de la droga del continente a finales de la década de 1990. La caída de los cárteles colombianos implicó una reorganización de los grupos delictivos mexicanos que adquirieron un rol protagónico en el tráfico de cocaína hacia los Estados Unidos, principalmente. 

En aquellos años, la clase política e intelectual de nuestro país estaba inmersa en una nueva etapa de nuestra agotadora transición democrática, empujando la alternancia y el desmantelamiento definitivo del sistema de partido único. Vicente Fox, el primer presidente de oposición en llegar al poder, nos dejó claro, rápidamente, que la salida del PRI de Los Pinos no implicaría, en automático, un gobierno más transparente, honesto y efectivo. 

En el ámbito de la inseguridad la historia no fue diferente. Pronto quedó de manifiesto que la alternancia y el multipartidismo no iban a ser la solución del problema; al contrario, los cárteles de la droga comenzaron a llenar vacíos y a transformarse en las verdaderas autoridades municipales, sobornando y comprando alcaldes, policías y jueces. 

De esta forma, el desmantelamiento del sistema de partido hegemónico, loable en términos democráticos, implicó el debilitamiento de la capacidad de las instituciones del país para enfrentar un problema que crecía a pasos agigantados. La fragmentación del poder político en los estados y municipios representó también el desvanecimiento de una estrategia nacional de seguridad, única y controlada desde el poder central. Los únicos actores con la capacidad de hacer frente a los grupos de la delincuencia organizada eran el Ejército y la Marina, pero su visión y sus estrategias no tenían la capacidad para estar presentes en la sierra de Guerrero, la tierra caliente de Michoacán y Sinaloa. 

En ese complejo escenario asumió el poder un debilitado Felipe Calderón, cuestionado por el entonces principal candidato de oposición, Andrés Manuel López Obrador. En el afán de legitimar su mandato, Calderón dejó atrás su lema de campaña como presidente del empleo y construyó, vertiginosamente, lo que sería el sello indeleble de su administración: “la guerra contra el narcotráfico”. Sin embargo, el propio gobierno federal entendió –algo que a muchos especialistas siempre les resultó elemental– que la muerte o captura de un capo no significaba la desaparición del grupo delictivo al que pertenecían. 

La corrupción y la debilidad de las instituciones del Estado se agravaron durante la presidencia de Enrique Peña Nieto, el caldo de cultivo perfecto para la proliferación y empoderamiento de grupos criminales en otros estados del país, como Guanajuato, Jalisco, Quintana Roo, Morelos y Veracruz. La guerra contra el narcotráfico de Calderón derivó pronto en una guerra sin cuartel y en una diversificación de las actividades del crimen organizado. 

Hoy en día, sin una estrategia clara del gobierno de López Obrador para hacer frente a este brutal fenómeno que sigue en ascenso, los ciudadanos de a pie no tenemos fundamentos para sentirnos esperanzados. Según la revista Forbes, el propio gobierno federal reconoce que nuestro país alcanzaría nuevo record de muertes violentas en este 2020, pese al confinamiento obligado por la pandemia de Covid-19. 

El 2020 nos dejará más de 40 mil muertes violentas; mientras tanto, en el México de la fantasía, la simulación y el cinismo, los partidos políticos y sus candidatos, sin excepción, se preparan, como si nada, para la elección del 6 de junio de 2021. Una contienda que se llevará a cabo entre ríos de sangre y cuerpos desmembrados que no estarán presentes en la boleta ni en las urnas. 

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