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Ingenuos
El abogado de Ovidio
Hay recuerdos que parecen más bien sueños, sea porque las vivencias fueron en nuestra infancia, porque las enterramos en el fondo de nuestra memoria o porque nos las han contado tantas veces otras personas que pareciera que perdemos nuestra propia versión de los hechos.
Algo así me pasa con dos lugares maravillosos que fueron parte de mi infancia y adolescencia; uno ya desaparecido y el otro, a punto de hacerlo, víctima de esta pandemia que parece querer acabar con todo y con todos.
En el segundo caso me refiero a La Casona, ese lugar en la colonia Americana, ubicado en la cuchilla que hacen las calles López Cotilla y Prisciliano Sánchez, que siempre fue tan colorida y bella, y que ahora, después de casi tres décadas de labor, desaparecerá.
Ahora es un preescolar, pero si algo tengo claro es que no pocas tardes de mi infancia las pasé en La Casona cuando este espacio comenzó y era un centro cultural.
Aquí es cuando mis recuerdos son vagos, así que si cometo alguna imprecisión, les ofrezco mis disculpas por adelantado. Sé que había libros, muchísimos libros. Era como una biblioteca hecha exclusivamente para los niños. Un espacio en el que podías leer y acercarte a decenas de libros que difícilmente tendría uno en casa.
Ahí, me cuenta mi mamá (con quien tuve que hablar por teléfono para que me refrescara la memoria y con quien acabo de colgar justo antes de escribir estas líneas), fue el primer espacio en el que disfruté de los cuentacuentos, esos maravillosos lectores/actores que les dan otra vida a los libros, expertos en mantener atento a su auditorio y especializados en hacer su propia versión de las historias; también había talleres y, cuando era temporada, cursos de verano. “También allí te comprábamos libros”, me dice mi madre. “Qué pena que tengan que cerrar”, remata.
Si bien ahora esta hermosa casa de la cuchilla funciona(ba) como preescolar, yo estoy segura que no somos pocos los tapatíos que rondamos los 35 o 40 años quienes pasamos por momentos y vivencias maravillosas en La Casona. Que gracias a este espacio y a la labor y el esfuerzo de sus creadores pudimos tener una infancia repleta de literatura en diferentes modalidades y presentaciones. Mi niña interior lamenta mucho que deban cerrar sus puertas, porque fue con este proyecto como conocí otra forma de amar los libros y la lectura, una manera más colectiva y creativa, más diversa y nutrida, más dedicada y colorida.
Ojalá, pienso ahora, nunca cambiaran el color de la fachada. Es un absurdo de la nostalgia. Como si con ese pequeño acto, esa casa de la cuchilla mantuviera su esencia; como si gracias al color característico que siempre tuvo pudiéramos mantener algo de ese espacio dentro de todos quienes lo gozamos.
Es curioso cómo revisitas y repasas de otra manera aquello que sabes que va a desaparecer de tu vida.
Eso me pasa con La Casona. Hasta ahora, con su despedida, revaloro lo que significó en mi infancia y mi adolescencia; medito que, tal vez, tuvo más influencia de lo que pienso cuando, en algún momento de mi vida, quería que las letras fueran mi forma de expresión y de relación con el mundo. Tal vez allí terminó de cuajar mi amor por los libros, sus pastas, sus hojas, sus colores, sus olores. Tal vez allí conocí a niños tan enamorados como yo de las letras, sólo que no lo sabíamos, hasta ahora, 28 años después.
En el camino rumbo a finalizar este año fatídico y lapidario no tengo más que agradecer a quienes idearon La Casona. A quienes pensaron que los niños tapatíos merecíamos un lugar en el que la literatura fuera el ingrediente principal. A quienes vieron esa hermosa casa en la cuchilla que hacen López Cotilla y Prisciliano Sánchez y la llenaron con sus sueños y, después, con los de nosotros.
Gracias.
Twitter: @perlavelasco
jl/I