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El miedo de vivir en Guadalajara

Decía Eduardo Galeano, en su momento, que éste es el tiempo del miedo, “miedo de la mujer a la violencia del hombre, miedo a los ladrones y miedo a la policía. Miedo a la puerta sin cerradura”. En Blade Runner, Roy, el líder replicante encarnado por Rutger Hauer, dice algo así: “Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso significa ser un esclavo”. 

Vivir así es terrible, y lo peor de todo es que no es suficiente. En Guadalajara, voltear siempre para todos lados, evitar lugares y horas, sospechar de todos y de todo no nos exime de la tragedia. Las cifras sin nombre y sin rostro van y vienen, se usan para justificar políticas y discursos; las estadísticas sobre (in)seguridad se acomodan para que parezca que avanzamos, mientras tanto el crimen organizado manda en las calles, actúa con eficacia y nos roba la tranquilidad y la vida. 

Ayer en la colonia Providencia, una de las más representativas de Guadalajara, una persona muy cercana a mí fue víctima de un robo a mano armada a plena luz de la mañana, en una de sus esquinas más transitadas. 

Lo he dicho en este espacio y lo repito con rabia y desolación: en México, en Jalisco y en Guadalajara no existe el Estado, no hay gobierno que valga en materia de seguridad y es un hecho que nadie podrá protegernos si el crimen organizado o un ladrón de ocasión ya ha decidido que seremos su siguiente objetivo. 

Está probado que las instituciones, esas de las que hablan con tanta vehemencia nuestros gobernantes, no sirven para proteger la vida de las y los ciudadanos y, por lo tanto, tampoco pueden garantizarnos el cumplimiento del resto de nuestros derechos. 

Hay que aprendérnoslo: las policías municipales, estatales o la Guardia Nacional no van a impedir que nos despojen de nuestras propiedades, que nos secuestren, que nos maten, que nos descuarticen o que nos desaparezcan. Llegarán después, reaccionarán al llamado de sus jefes, atenderán el caso, tomarán nota y se irán para llegar tarde a otra “escena del crimen”. Y no se trata de satanizar a las corporaciones y a sus elementos; más bien se trata de asumir y aceptar que estamos solos y que no existe un modelo de seguridad para nosotros. 

Las estrategias para combatir e inhibir la violencia seguirán siendo un simple monólogo de especialistas y autoridades en tanto no demuestren su verdadera eficacia, logren que la gente recupere su tranquilidad y eviten que el miedo se siga apoderando de nuestras decisiones, emociones y libertades. 

Guadalajara está al nivel de Matamoros, Iguala, Tijuana o Culiacán. No nos queramos engañar, es una de las ciudades más violentas del país y el lugar donde operan con absoluta visibilidad e impunidad miembros de cárteles y grupos del crimen organizado. Pero también es el espacio donde nuestras familias intentan llevar una vida normal, donde nuestros hijos quieren jugar y estudiar, y donde nuestros anhelos quieren echar raíces. Estas dos realidades son excluyentes, no pueden y no deben coexistir y, por lo tanto, la conclusión es simple: una ciudad sitiada por la delincuencia no puede ser un lugar apto para las niñas y los niños. 

Escribo este texto desde la desesperanza, sabiendo que estamos rebasados –incluyo aquí a todas las autoridades– y que los que vivimos en Guadalajara –como en muchas ciudades del país– lo hacemos apostándole a la suerte y a la gracia del destino porque sabemos de antemano que, hagamos lo que hagamos, siempre estaremos expuestos y correremos peligro si nos armamos de valor y cometemos la osadía de salir a la calle a hacer cualquier cosa. 

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jl/I