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Desde que asumí una dirección general de la Secretaría de Relaciones Exteriores, a mediados de 1981, supongo que por complicidad jalisciense y algunos amigos comunes, José Luis Martínez me trató muy bien y mucho me orientó para navegar en las turbias aguas de la intelectualidad capitalina.
Asimismo, jugó un papel de suma importancia en mi aprendizaje del savoir faire chilango, introduciéndome en lo mejor de su gastronomía, sin que ello quisiera decir que solamente recorriéramos altares pomadosos del buen comer.
En tal materia, puedo decir, como el Tenorio, que a los “palacios subí y a las cabañas bajé”, aunque el detestable Zorrilla se refería a otro tipo de alimentos.
Como de sus intereses principalmente literarios don José Luis había ido derivando a la Historia, nuestra relación se consolidó en torno a nuestras experiencias con el siglo 16 y 17, y las ideas que prevalecieron en ese tiempo.
Supongo que ayudó también haber sido discípulo de José Gaos, a quien don José Luis admiraba mucho, igual que yo, y juntos retroalimentamos con frecuencia nuestra veneración. De tal manera, cuando en 1993 ingresamos ambos casi al mismo tiempo a la Academia Mexicana de la Historia, la afinidad se hizo patente de inmediato y procuramos siempre sentarnos juntos, trabajar juntos y marcharnos juntos a merendar, como lo habíamos hecho tantas veces, pero hacía ya casi un lustro que habíamos dejado de hacerlo por mi regreso a Guadalajara.
Sólo que ahora su salud no le daba tanta disponibilidad como antes, de manera que la escala a merendar era más fugaz, pero irremisiblemente concluía la sesión con una copa en su casa-biblioteca.
Aquello fue una experiencia inolvidable. Nunca me atreví a pedirle un libro ni a tomar alguno por mi cuenta hasta que, un buen día, en una curva de la escalera me encontré la joya de la corona y no pude resistir la tentación de sacar un volumen, más que nada para verificar que era de verdad lo que veía…
Celebré participar en 1988 en el homenaje que se le hizo por sus 70 años, con viaje a Atoyac y todo. Vale la pena contar, asimismo, con las porras que varios tapatíos le echamos para que se le concediera el Premio Jalisco, en 1991.
También me dio mucho gusto meter mi cuchara para que la Fundación Pedro Sarquís Merrewe lo incluyera en la lista de sus apapachados de 2006; pero lo que me temí, sucedió: don José Luis ya no pudo acudir… Obviamente no me quedé manco cuando falleció en 2007. Siempre tendré bien arraigada la gratitud por lo mucho que me enseñó y se preocupó por mí. Sin tener el gusto por la cátedra convencional en el aula, era un auténtico maestro que con pocas palabras resultaba capaz de decir mucho y orientar aún más.
De él se van a seguir diciendo muchas cosas, como suele suceder, de manera que dejo a los eruditos que hablen de él y sólo diré algo que poca gente sabe: en la enorme biblioteca personal que fue acumulando, misma que invadió todos los espacios posibles de su casa en la calle Rousseau, y ahora se encuentra en la Ciudadela, se cuenta una verdadera rareza bibliográfica que ya anuncié y nadie más tiene, al menos que yo sepa: se trata de la colección completa, perfectamente encuadernada, de aquella maravillosa revista llamada Jajá, que salía semanalmente y algunos leíamos sin falta en la peluquería.
Se trata de una publicación periódica que todos leímos en su tiempo, pero nadie guardó por un mal entendido pudor. Solamente lo hizo un hombre acucioso y consciente, como nadie, de lo necesario que resulta conocer las ricas expresiones de la lengua que hablamos en México, como lo fue don José Luis Martínez Rodríguez, un hombre de excepción que me enorgullece haber conocido bien y haberlo querido y respetado como a pocos.
No de balde, la librería del Fondo de Cultura Económica que existe en nuestra ciudad lleva su nombre. Nadie con más mérito que él para el caso. No cabe duda: José Luis Martínez me seguirá haciendo falta hasta que ya no lo necesite más.
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jl/I