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Plan criticado
Posando para la foto
Una parte de mi primera infancia la pasé en el barrio de El Retiro, esa zona de Guadalajara que hasta hace todavía unos 20 años tenía un olor muy particular debido a la gran cantidad de tenerías, esos lugares dedicados a curtir y tratar pieles de animales que se abrieron allí, en ese cuadrante que alcanza al viejo Hospital Civil y que llega hasta la calzada Independencia.
En realidad no estoy segura de si se trata de mi memoria o lo que tanto me han contado sobre ello, pero tengo recuerdos fabulosos (aunque borrosos) de ese barrio de la ciudad.
El primero es precisamente el olor. Mi abuelo trabajaba en una tenería, negocio de su familia; cuando terminaba la escuela, muchas veces mi mamá y yo nos íbamos a aquella casona en la que estaba, entrando a la izquierda, la oficina; al fondo, las piletas y los tambos donde se curtían las pieles, otro espacio que almacenaba las pieles ya tratadas y, en la planta alta, la casa donde vivía mi bisabuelo Luis. Así que, con sólo entrar a la finca, aquel olor penetrante te saturaba los sentidos. Aprendí a quitar mi cara de fuchi después de que, tras tanta queja, mi abuelo soltara una frase que aún se dice en mi casa familiar: “Pero el dinero no huele feo, ¿verdad?”.
Sin embargo, en donde ya estaban las pieles tratadas, el olor era muy diferente, incluso hasta agradable. Olía como a pasto mojado, a tierra húmeda, a aserrín o madera recién llovida. Los pedacitos de gamuza que quedaban después de hacer los cortes a las pieles se apilaban en montoncitos que utilizábamos para jugar. Es tan grato ese recuerdo que, a mis 38 años, cuando huelo algún artículo hecho de piel, como unos zapatos recién comprados o una chamarra, me remiten a esa infancia y a mi abuelo y su trabajo.
Muy cerca, a no más de tres cuadras, una señora de nombre-que-no-me-sé vendía taquitos de guiso. Los mejores eran los de mole; dulzón, pero ligeramente picoso (supongo que es así como los mexicanos nos acostumbramos a comer chile desde chiquitos). Mi mamá o mi tía iban por esos taquitos para comer. Nos aprestábamos en un mueble que había en la oficina de la tenería y nos los engullíamos con tal deleite que nada más importaba en ese momento (ni el olor insoportable de las pieles curtiéndose).
Allí, en el barrio de El Retiro, también conocí de trabajo artesanal. Mi tía Glafira, hermana de mi abuelo, hacía maravillosas piñatas cuando el cántaro de barro y las varas de carrizo aún eran el tinglado común para hacer esas piezas. La recuerdo sentada en un banco, casi siempre de vestido floreado o estampado, de esos con botones al frente y debajo de la rodilla.
Cuando llegaba, ya tenía listas tiras de papel de china perfectamente dobladas y nos indicaba los cortes que debíamos hacerles. Ella hacía su propio engrudo, ese pegamento que, estoy casi segura, ya poco se utiliza para hacer piñatas. Era, entonces, de las cosas más asquerosas que podía conocer, debido a su consistencia y su olor (otra vez el olfato), pero nos aguantábamos por el mero gusto de ayudar (si es que en verdad ayudábamos).
Así, mi tía Glafira cortaba el periódico a mano en pedazos para pegarlo en el cántaro con el engrudo, mientras que con el carrillo armaba los esqueletos de las figuras que, en sus hábiles manos, iban tomando vida. Cuando teníamos la oportunidad de pegar el papel de china, nuestros dedos terminaban manchados de colores. Ahora pienso que ni el kínder me dio tantas habilidades como ayudarle a mi tía Glafira con sus piñatas.
Ahora, paso poco por El Retiro. La tenería cerró hace muchos años y lo único que tengo de entonces son recuerdos esporádicos y borrosos.
Pero cuando voy, a veces llega ese ligero tufillo a pieles que se curten.
A dinero, pues.
[email protected]
Twitter: @perlavelasco
jl/I