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Del testamento al galardón más deseado

La invención de la dinamita dio a Alfred Nobel, químico sueco, fortuna y prestigio, pero también un oscuro dilema moral: su hallazgo, concebido para usos industriales y de ingeniería, había sido adoptado como instrumento bélico. Para “redimirse” de ese legado de destrucción, decidió legar su fortuna a una causa que premiara los mayores logros de la humanidad en cinco áreas: Física, Química, Medicina, Literatura y Paz. Así nació la idea de los Premios Nobel, recogida en su testamento de 1895.

Desde su creación, los Premios Nobel se consolidaron como el máximo reconocimiento mundial a la ciencia, las letras y la paz, premiando a nombres inmortales como Marie Curie, Albert Einstein, Ernest Hemingway, Martin Luther King o Nelson Mandela.

A pesar de su prestigio y repercusión mundial, el Nobel de Literatura ha dejado fuera a autores fundamentales de la historia de la literatura, omisiones que hoy resultan difíciles de entender. Un premio que permitió que un descomunal autor como Leon Tolstói muriera en noviembre de 1910 sin el Nobel de Literatura, y que si lo fuera –y el primero– un irrelevante escritor como Prudhomme, en 1901.

En español, Benito Pérez Galdós es otro ejemplo. Renovador de la novela realista en España, llegó a ser candidato firme al Nobel en varias ocasiones a principios del siglo 20, pero pesaron en su contra las intrigas académicas, los prejuicios europeos hacia la literatura española y hasta el escaso apoyo institucional de su país.

Injustificable es la ausencia del argentino Jorge Luis Borges, uno de los escritores más influyentes del siglo 20. Su obra, que revolucionó el cuento, el ensayo y la poesía con una profundidad filosófica estuvo varias veces en las quinielas del Nobel, pero nunca fue galardonado. Algunos biógrafos sostienen que influyó en su contra su ambigua relación con regímenes autoritarios o sus provocadoras declaraciones políticas, que pudieron incomodar a ciertos sectores de la academia.

Tampoco el mexicano Carlos Fuentes, uno de los representantes del boom latinoamericano junto a García Márquez, Vargas Llosa y Cortázar, consiguió finalmente el Nobel a pesar de su proyección internacional, algo que dejó una sensación de deuda con la literatura mexicana.

Tampoco faltó la crítica a retrasos incomprensibles, como fueron los casos de José Saramago o Mario Vargas Llosa, premiados ambos solo después de décadas de trayectoria consolidada. Y en el extremo opuesto, decisiones polémicas, como la concesión del Nobel de Literatura en 2016 a Bob Dylan, al reconocer su obra como letrista de canciones sin ser autor con una vasta obra literaria “pura”.

La historia de los Nobel en América Latina comenzó a escribirse en 1945 con nombre de mujer: la chilena Gabriela Mistral, primera iberoamericana y primera autora en lengua española en alzarse con el galardón, gracias a una obra impregnada de humanismo y de honda preocupación social. Dos décadas después, en 1967, el Nobel viajó a Guatemala para reconocer en Miguel Ángel Asturias la fusión del realismo mágico con la denuncia de las injusticias de su tiempo.

En 1971, el premio regresó a Chile de la mano de Pablo Neruda, cuya poesía supo conjugar el susurro íntimo con el canto épico de alcance universal. Apenas una década más tarde, en 1982, el colombiano Gabriel García Márquez fue consagrado por su novela Cien años de soledad, obra fundacional del realismo mágico que no solo transformó la narrativa hispanoamericana, sino que cambió para siempre la literatura universal.

El viaje prosiguió en 1990 hacia México con Octavio Paz, cuya reflexión sobre la identidad y la modernidad de Hispanoamérica se convirtió en referencia ineludible. Y en 2010, el Nobel recayó en el Perú de Mario Vargas Llosa, premiado por su lúcida y valiente disección de la realidad política y social de Latinoamérica.

Así, la literatura de estas tierras ha tejido una trama de voces dispares, pero unidas por la búsqueda de sentido en un mundo convulso.

 

*Cortesía EFE

 

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