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Jueces nuevos renunciando
Porque nos la quitaron
Hace 20 años, Gerardo Octavio Solís Gómez ya era un personaje oscuro. Personalmente, siempre me ha dado un aire de emperador chino con los sacos largos que usa de cuello mao. Y algo de su expresión me recuerda a Gustavo Díaz Ordaz. Aunque no se parecen físicamente, el fiscal general de Jalisco y el ex presidente comparten el gusto por la abogacía, los anteojos de pasta, la vestimenta refinada y la aversión a los jóvenes rebeldes.
La primera vez que escribí de Solís Gómez todavía no era reportera, estaba en el área de opinión pública del diario Mural y había coordinado en 2001 una investigación donde encuestamos a los policías estatales y municipales de Guadalajara. Los policías decían que había dos cosas graves: los salarios de menos de 6 mil pesos al mes y las redes de corrupción en sus corporaciones. Les pedimos que evaluaran a sus mandos superiores y los índices de no respuesta fueron altísimos, tenían miedo, y quienes respondieron, no les dieron más de 50 por ciento de aprobación. Solís Gómez, el procurador entonces, fue el peor calificado, con 37 por ciento.
La segunda, tercera, cuarta, quinta y todas las veces más que escribí acerca de él fueron sobre quejas de tortura. Ya era reportera, cubría derechos humanos y Solís Gómez y su corporación no paraban de acumular casos de mala conducta ante la Comisión Estatal de Derechos Humanos. Me tocaba ir a todo tipo de manifestaciones y mis colegas y yo sabíamos quiénes eran los orejas de su procuraduría, conocíamos las caras de algunos antimotines, policías locales o los del SWAT. Así que cuando ocurrió la protesta multitudinaria durante la tercera cumbre de jefes de Estado en Guadalajara, aquel 28 de mayo de 2004, pudimos identificar rápidamente algo distinto: grupos de choque infiltrados, hombres con cascos y palos recién comprados, y camionetas sin rótulos oficiales haciendo redadas y llevándose a la gente a los sótanos ministeriales.
Recuerdo ese día soleado, las consignas, los grupos de braceros, estudiantes, mujeres, campesinos, sindicalistas. Iba al frente junto a Evo Morales, que todavía no era presidente de Bolivia, y con Gérard Karlhausen, un hombre rubio y regordete de la iniciativa de Copenhague, cuando se vino una estampida. Empezaron a crujir los cristales y corrimos como si un toro nos persiguiera. Morales y Karlhausen pensaron que sería una protesta común y les dio tiempo de cruzarse a un Seven Eleven para comprar refrescos.
Yo fui a buscar a mis colegas. Un fotógrafo ya estaba herido. Los antimotines que habían recibido lanzamientos de piedras y botellas de un grupúsculo rompieron filas y usaron balas de goma, gases lacrimógenos, chorros de agua y escudos para reprimir. Hubo gritos, sangre. Tumbaron a las mujeres indígenas con sus canastas de papas. Golpearon y arrastraron a un chico llamado Daniel que no pudo gritar porque estaba operado de la garganta. Detuvieron a un muchacho llamado Fredy que trabaja en la pastoral juvenil. Fueron detenidas 118 personas y 45, llevadas a Puente Grande.
A las chicas las obligaron a desnudarse y las tuvieron más de 48 horas sin cargos. Las otras torturas fueron vendaje en los ojos, toques eléctricos en los genitales, pies, pecho y ano; patadas, puñetazos, golpes con palos, armas, bastones; privación de alimentos y agua; simulacro de ejecución y amenazas de muerte. Sabemos ahora que la corporación de Solís Gómez ha sumado desaparición forzada en las protestas recientes.
En dos décadas nadie ha logrado que rinda cuentas el señor fiscal. ¿Alguien lo hará? Porque no basta con renunciar.
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jl/I