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Siempre mintió
El abogado de Ovidio
La pandemia nos enfrenta, nos desconsuela, nos desgasta. Sus estragos son una tortura medieval que gota a gota va eliminando la esperanza.
Jalisco llegó a los 100 mil contagios desde el primer reporte el 14 de marzo pasado.
La gente aprendió a convivir con el riesgo. Cada uno de nosotros hemos tenido que regresar a nuestro lugar de trabajo, a resguardar a nuestros familiares y seres queridos. También hemos vuelto a la fiesta.
Hemos dedicado toneladas de papel, bytes y palabras para señalar desaciertos en la conducción de la pandemia. Decenas de periodistas han consultado o investigado todo tipo de aspectos que han abonado a la labor social para enfrentar la epidemia.
Sin embargo, los gobiernos no suelen escuchar las críticas. No suelen verlas como una oportunidad para mejorar la manera en que están enfrentando al Covid. En cambio, vemos a nuestros líderes políticos pintando imágenes de absoluta solvencia ante la pandemia. De suficiencia en recursos, en estrategias y comunicación de la crisis.
A pesar de las inconsistencias, pleitos entre gobiernos y francas contradicciones, cada que salen a hablar sobre la enfermedad nos recuerdan su prístina inteligencia. A veces siento que los muertos y contagios se tratan como accidentes estadísticos. El coraje y la impotencia me nublan.
Durante las primeras semanas de la epidemia (a principios de abril), le contaba a mi hijo que, según diversas proyecciones de especialistas, el peor escenario es que íbamos a conocer al menos a una persona que se iba a contagiar del nuevo coronavirus. Todo falló.
Ni en los peores escenarios se acercaron a la cantidad de infectados y fallecimientos.
Vivir con Covid se convirtió en una realidad cotidiana, una memoria, una lección. Mi propia sangre ha padecido el virus. Yo mismo tuve ligeros síntomas hace semanas y tras dos pruebas PCR y una molecular, fui negativo.
Familiares, amigos, colegas y conocidos en cada ámbito de mi vida cotidiana tiene historias del padecimiento. De pérdidas y de secuelas que dejarán marcado su cuerpo para siempre.
¿Debemos de normalizar esta tragedia? La violencia sistémica de la guerra contra el crimen organizado se ha vuelto parte de nuestra realidad. Hemos conocido de robos, secuestros, desapariciones o asesinatos sin que nos cause ya resquemor.
Hemos normalizado la violencia. Adaptamos nuestras querencias, aficiones y alegrías a la patética crueldad humana.
Desde hace algunos años la psicología acuñó un término: la resiliencia.
Para no caer en discusiones conceptuales entre sociólogos y psicólogos, recurriré a la RAE para definir el concepto. Los letrados afirman que es la “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”. La segunda acepción que confiere es la “capacidad de un material, mecanismo o sistema para recuperar su estado inicial cuando ha cesado la perturbación a la que había estado sometido”.
En ambos casos se refieren a la capacidad de adaptación ante la perturbación. Como la violencia cotidiana no para, mejor convivimos con ella.
Sin embargo, la pandemia es todavía menos asequible. El bicho, invisible y de contagio tan simple como respirar, nos hace más indefensos todavía.
La resiliencia nos lleva también a la inconciencia. Una vez adaptados, tratamos de rehacer nuestra vida como la teníamos antes del 14 de marzo con ligeras variaciones.
Deliberadamente quise desprender a esta columna de datos y pruebas duras. Quisiera que mis dos lectores pudieran tener una reflexión individual del peligro cotidiano que ha significado adaptarnos y ser resilientes ante el Covid.
Los 100 mil contagios son un adagio y una promesa.
Twitter: @cabanillas75
jl/I