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Los López amparándose
Porque nos la quitaron
Crecer en comunidad fue, ahora que lo veo en retrospectiva, una de las grandes fortunas de mi infancia y adolescencia.
Desde las jornadas de catecismo, con campamentos, retiros, obras de teatro y participaciones activas durante las misas, hasta los fines de semana con las familias de mis amigas de la cuadra, fuera de la ciudad, o las actividades extracurriculares en la escuela.
Esos círculos, esos entornos no eran la educación que me tocaba en casa, pero sin duda sé que ayudaron a crear vínculos, a fomentar la empatía y la solidaridad, y a transitar por esta vida un poco más liviana, menos seria, más feliz y menos cerrada.
Crecí en una colonia cercana al Centro de Guadalajara, cohesionada por la Parroquia de San Judas Tadeo, la misma que se fue construyendo de a poquito en buena parte por la contribución y ayuda de los propios vecinos, tal vez por eso ese templo les sea tan entrañable a las familias que tienen 40 o 50 años viviendo allí.
Y así como vieron levantarse esa iglesia, sé que también se forjó un sentido de comunidad que estos días me ha dado mucho para pensar.
En la cuadra había un grupo de niñas y niños nacidos alrededor de 1980. Yo, del 81, me juntaba con niñas un año mayores o un par de años más chicas.
María Eugenia, Arcelia, Karla, Mónica, Gaby y Carolina, y un poco después, ya en la adolescencia, Ruth, fueron esos vínculos comunitarios de los que hablo. Ellas y sus hermanos, hermanas, mamás y papás me permitían (nos permitían a todas, en menor o mayor medida) entrar a sus vidas y conocer diferentes formas de convivencia, de crecimiento, de relaciones con el entorno; eran generosos y compartían su tiempo y espacio con nosotras, siendo niñas o adolescentes.
Sólo yo era hija única y sólo yo tenía una mamá soltera; todas las demás vivían con sus dos papás y tenían hermanas o hermanos.
Con algunas, además de la vecindad, compartía otros entornos. María Eugenia era, además de mi vecina de enfrente, mi compañera de primaria y del grupo de danza; Arcelia, además de ser la niña de la casa de la esquina, era mi compañera del catecismo y demás actividades de la parroquia.
Gracias a todas aquellas niñas y a sus familias que fueron (y siguen siendo) generosas conmigo tuve una infancia y adolescencia llena de experiencias tan diferentes como entrañables.
Con ellas recuerdo los fines de semana agarrando y soltando renacuajillos en un riachuelo al costado de una casa en Puente Grande, las olas revolcándonos hasta en cansancio en Guayabitos, el agua helada del lago de Camécuaro, los fines de semana en el Club de la UdeG, el sábado desde temprano en Agua Caliente o Chimulco, el verano con una alberca de fibra de vidrio llena hasta el tope, al lado de una resbaladilla; los miércoles de comprar ropa y zapatos para nuestras Barbies en el tianguis aledaño a San Judas, las horas de jugar Nintendo, aprender a andar en bicicleta y patines, las dolorosas caídas en la pista de hielo del Hyatt, los retiros de fin de semana en el grupo adolescente de la iglesia, las pastorelas en las que siempre una de ellas era la Virgen y yo, la actriz secundaria del caso.
Fracturas, caídas, raspones, corazones rotos; desveladas, películas de terror, primeros novios; el cine, las meriendas, las escondidas y los quemados en la calle; las posadas, con todo y peregrinos, velitas, piñatas, bolos, luces de bengala y, por supuesto, rosario.
Ahora ellas y yo, que rondamos los 40 años, tenemos nuestras respectivas familias y, en general, poco las he visto en la adultez. Pero estos días, por alguna razón, en medio de todo el agobio que siento al ver cómo camina el mundo, pienso en ellas, en todas, y me queda un regusto de felicidad y paz.
Gracias.
Por tanto.
Twitter: @perlavelasco
jl/I