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Un México violento
Porque nos la quitaron
Cuando voy por la ciudad, mi visión de su arquitectura y de sus calles queda subyugada por el recuerdo de los crímenes que se cometieron en cada uno de sus rincones. No sé si a alguien más le ocurra o sea por el trabajo de nota roja que tomé hace años, pero esos recuerdos me dan incertidumbre porque no importa que llenen las calles de soldados y de policías, se siente la ausencia de paz en la vida de nuestra sociedad.
Si estoy en Tlaquepaque, veo en el Jardín Hidalgo la banca donde dejaron el cadáver de El Cholo con un mensaje clavado con un cuchillo, ahora ocupada por familias que disfrutan de alguna gusguera. Si paso por los Arcos del Milenio, pienso en las 26 personas cuyos cuerpos fueron abandonados en tres camionetas. Transitando en el camión, recuerdo los vehículos que quemaron en los narcobloqueos de 2018, 2015 y de 2012 en Lázaro Cárdenas y en otras avenidas principales, en Periférico, en Vallarta, en Mariano Otero.
Cuando el Macrobús va pasando por Obregón y San Juan de Dios me acuerdo de los vehículos incendiados de la Fiscalía y de Milenio y de una turba que destrozó tiendas y cometió actos de rapiña en ellas. Junto al palacio de gobierno me acuerdo de tantas veces que los policías estatales han rodeado el edificio para resguardarlo de manifestantes, y aun así perdura la memoria de una patrulla en llamas en ese tramo de calle que está permanentemente cerrado. En Juárez y 16 de Septiembre me vienen a la mente imágenes de policías golpeando brutalmente a los altermundistas y, unos metros más adelante, de un policía en llamas por la protesta del asesinato de Giovanni López. En 8 de Julio se me enchina la piel cuando voy pasando entre la 3 y la 5, y me encabrono porque pienso en las decenas de víctimas que levantaron los policías investigadores encapuchados al día siguiente de esa manifestación.
Cuando llego a ir para la zona de Andares me acuerdo de los larguísimos minutos que vivieron las personas que presenciaron la balacera de Los Otates y, un poco más para allá, por avenida Acueducto, pasando Plaza Pabellón, del lugar donde murió baleado el secretario de Turismo Jesús Gallegos. En Javier Mina se me revuelve la panza con el recuerdo de los bares bombardeados con granadas. Y así, cientos de lugares donde han asesinado personas en restaurantes, en la calle, en sus propias casas; puntos donde han abandonado cabezas, hieleras, cuerpos y todo tipo de mensajes; o los rincones donde los policías han ultrajado a ciudadanos comunes como yo porque pueden y porque quieren.
Medito que no sólo el crimen organizado, sino también el crimen institucionalizado ha contribuido a deformar mi experiencia de una ciudad que me apasionaba caminar desde que llegué a ella en edad de secundaria, cuyas jacarandas miraba con gusto y sin ese tipo de asociaciones mentales cuando iba en el camión escuchando un casete en mis Walkman.
No es cosa de los delincuentes nada más que la ciudad pierda su dimensión estética y su función de cohesión social, que los crímenes se superpongan a otro tipo de recuerdos más placenteros, sino que a ello también han contribuido los propios policías que tendrían que ser un elemento de amabilidad y de apoyo en el paisaje urbano, en vez de una amenaza, algo cuya visión se tolera porque no queda más remedio.
Quizás no me he dado la oportunidad de generar nuevas y mejores memorias en todos esos rincones, pero tampoco se me antoja mucho regresar a ellos para hacerlo si no hay un incentivo comunitario, un atractivo cultural, una omnipresencia de serenidad y de sosiego. Viviendo siempre con la alerta encendida no se puede disfrutar tanto de la ciudad.
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