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Dejar el tiradero
Fichita
Hace algunos días, una colega de Zacatecas hizo en sus redes sociales una pregunta bastante abierta sobre la violencia: “¿Resulta menos grave que asesinen gente en una colonia (periférica) que en el Centro (de la ciudad)?”. Este cuestionamiento fue a raíz de que, el domingo, en calles del primer cuadro, a pleno mediodía, cuatro personas fueron atacadas por un sujeto armado, quien les disparó a quemarropa. Tres (dos mujeres y un hombre) murieron en el lugar. El agresor huyó fácilmente entre la gente que, como buen domingo (y Día del Padre), colmaba las calles del Centro Histórico zacatecano, Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Las respuestas fueron múltiples y variadas, pero en general tenían el mismo hilo conductor: en sí mismo, es igual de grave un asesinato en el Centro que en una colonia periférica, pero las circunstancias particulares hacen que el primero tenga más impacto emocional, social y hasta económico.
La reflexión casi inmediata es que si en el Centro Histórico, a escasos 800 metros de donde despacha el gobernador, en una ciudad de gran vocación turística, frente a la Casa de Cultura, a la luz del día es tan sencillo agredir y asesinar a varias personas y huir con facilidad, ¿qué se puede esperar de circunstancias más adversas, como vivir a las orillas de la mancha urbana, ser atacado por la noche, lejos de cualquier presencia policiaca?
Por eso los homicidios dolosos, los secuestros, las extorsiones, la trata de personas, el robo con violencia son delitos de alto impacto, porque dejan en quienes sabemos de ellos, en quienes los presenciamos o en quienes los sufrimos una estela, un daño, una emoción que difícilmente se irá.
Estos crímenes nos arrojan sin piedad al mar de la impotencia, esa sensación que nos han traído casos como el de Vanesa Gaytán, asesinada por su esposo a las puertas de Casa Jalisco en abril de 2019, hasta donde acudió por ayuda luego de darse cuenta de que este la seguía. Como el que, una noche cualquiera, en un bar de Puerto Vallarta, haya todas las facilidades del mundo para matar a Aristóteles Sandoval y que sus agresores salgan como si nada y, hasta la fecha, sigan sin ser localizados. Si frente a uno de los lugares más vigilados del estado nadie pudo salvar a Vanesa de su feminicida, si se puede balear en el baño a un ex gobernador, ¿qué podemos esperar todos los demás?
Ahora pasa con los sacerdotes jesuitas que fueron asesinados en la sierra de Chihuahua el lunes, junto con un guía de turistas, y cuyos cuerpos estuvieron desaparecidos hasta antier, porque quien los agredió se los llevó luego de matarlos.
Este miércoles por la mañana el presidente López Obrador anunciaba que la Secretaría de la Defensa Nacional ya había sido instruida para buscar los restos de estas tres personas, así como a otras más que, en la misma comunidad rarámuri, fueron desaparecidas también ese día.
El asunto escaló a tal nivel que el papa Francisco se posicionó sobre el crimen con un lapidario “¡Cuántos asesinatos en México!”.
Es sumamente desolador, por decir lo menos, pensar en que, si no hubieran matado a los sacerdotes y no hubiera existido el posterior reclamo de la Compañía de Jesús en particular y de la Iglesia católica mexicana en general, este crimen habría pasado, seguramente, como uno más de los miles que han ocurrido en este país en los últimos años.
Puede que las cifras duras, como las presentadas esta semana, indiquen disminuciones en las denuncias de los delitos (que no en su comisión), pero es en la parte emocional, mental y hasta física donde la percepción sigue igual: pocos son los lugares donde nos podemos sentir seguros.
No importa si es un bar de renombre, las puertas de un edificio oficial, el céntrico jardín de una ciudad colonial o un templo enclavado en la sierra del norte mexicano.
No estamos a salvo.
No nos sentimos a salvo.
Twitter: @perlavelasco
jl/I