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Siempre mintió
El abogado de Ovidio
A lo largo de la vida hay una máxima que, tarde o temprano, aprendemos, sea a la buena o a la mala: para poder enfrentar un problema, un entorno, una violencia, una adicción y hasta un miedo, el primer paso es reconocer que existe. Si no reconocemos su presencia no hay forma de abordarlo porque ni siquiera podemos entonces llegar a pasos posteriores, como dimensionar su magnitud o conocer las aristas que lo (y nos) atraviesan.
Negarnos a esa realidad que está detrás de nosotros, como una sombra, puede ser un asunto muy personal y afectarnos sólo a nosotros mismos; puede también alcanzar a nuestros círculos cercanos, como amistades, familiares o colegas.
Pero cuando esa negación es parte de la posición oficial de quienes nos gobiernan, cuando se convierte en parte esencial de los discursos y las declaraciones de las autoridades, el problema no reconocido –y que, entonces, no puede detenerse ni transformarse– termina por afectarnos a todos.
Esta semana fue ejemplo de ello. Hay un hecho denunciado que afecta a dos estados y los gobernadores de cada una de estas entidades lo abordan de forma tan diferente que no se puede más que pensar en que alguna no es verdadera.
El domingo, el cardenal de Guadalajara, Francisco Robles Ortega, y el obispo de Zacatecas, Sigifredo Noriega Barceló, declararon que han sido víctimas, cada uno por separado, de retenes del crimen organizado situados en las zonas limítrofes entre Jalisco y Zacatecas. Este hecho viene además terriblemente aderezado por el asesinato, la semana pasada, de dos sacerdotes jesuitas en la Sierra Tarahumara, a manos de la delincuencia organizada.
Así, en los días subsiguientes los líderes religiosos recibieron contestaciones de los respectivos gobernadores y de sus funcionarios.
El secretario de Seguridad Pública zacatecano, Adolfo Marín, reconoció que esos retenes existen en las zonas fronterizas, aunque matizó que no tienen denuncias y que, sin éstas, es prácticamente imposible saber el punto exacto en que se encuentran. Este miércoles, el gobernador de ese mismo estado, David Monreal, defendió la estrategia de seguridad implementada, aseguró que los números de asesinatos van a la baja –lo que personas de aquella entidad no perciben así, basta ver la Envipe–, pero admitió que la denuncia del obispo Noriega Barceló “es un reflejo de la desesperación por la situación que vive la entidad”.
Aquí, el gobernador Enrique Alfaro rechazó de manera tajante la existencia de esos mismos retenes y negó que haya denuncias al respecto. De paso, a su muy particular modo, le reprochó al cardenal Robles Ortega que no haya denunciado de manera formal y sí haya hecho una “declaración mediática” y pidió “hablar las cosas con cuidado y sin generar una alarma”, lo que fue secundado por el fiscal Joaquín Méndez al señalar que, hasta ahora, no hay denuncias por tales retenes.
¿Cómo es posible que, aunque se trate de diferentes estados, se reconocen zonas comunes en torno a la presencia de la delincuencia organizada, pero la información que hay sobre estas áreas son opuestas, contradictorias, diferentes?
¿Por qué el gobernador de Jalisco también le exige al titular de la Comisión de Derechos Humanos del Estado, Alfonso Hernández, quien esta misma semana alertó sobre la inseguridad en el norte, que “debería atender los canales institucionales en lugar de hacer declaraciones mediáticas”?
¿Quién se cree el gobernador que es para decirles a actores sociales y políticos que no son siquiera sus subalternos lo que deben o no decir a los medios de comunicación, defendiendo su causa, su trabajo, su labor espiritual?
¿Cuándo va a salir de su boca el reconocimiento de un error, a distinguir la realidad diaria que atraviesa a miles de jaliscienses, a hablar del elefante en la sala que es la inseguridad y la violencia?
Pero, sobre todo, ¿cuándo actuará en consecuencia?
Porque, vuelvo entonces a este círculo sin fin: si no le pone un nombre, si no reconoce que hay un problema, ¿cómo le vamos a hacer frente?
¿Cómo?
Twitter: @perlavelasco
jl/I