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Hartazgo
Mejor restar
Hace un par de días observé la fotografía de la graduación de preparatoria de Enrique Esparza. Era pandemia y los encuentros entre él y sus compañeros se habían limitado a un acto de sana distancia y cubrebocas. Estaba ahí, de pie, en ese pequeño grupo de jóvenes que sueñan, que tienen planes, que tienen futuro.
También lo vi en el video de una nota de televisión, nadando en la playa, temerario como se debe ser a su edad. Después de esa imagen aparece su madre, con los ojos hinchados de tanto llorar, tras más de una semana sin saber dónde está Kiki, como lo llamaban su ex novia y sus amigos. Al verla es inevitable reflexionar cómo se puede enfrentar cada día con ese dolor.
La desaparición de personas es, sin duda, la tragedia más importante que vive Jalisco. Desde el momento en que empezó a publicarse la información de que Kiki no aparecía, no he podido dejar de pensar en qué momento se tuerce el destino de las personas de esa manera tan terrible. Cómo puede un joven, que es igual que nuestros hijos, que estuvo en la misma aula, que se sentó bajo el mismo árbol a charlar, que bromeó como cualquier chico de su edad, de pronto ser parte de la peor estadística.
Jalisco es líder en la desaparición de personas. Jalisco es líder a pesar de la política que siguen las autoridades estatales de desaparecer a los desaparecidos en el registro oficial. A pesar de que borren las fichas que sus familias colocan en los espacios del Centro de Guadalajara para que todos sepamos que vivimos en una tragedia. Jalisco es líder en desaparición de personas y esas personas tienen que ver con nosotros. Son nuestros vecinos, nuestros conocidos, nuestros amigos, nuestra familia. El problema lo tenemos aquí y no parece que exista una salida.
Porque la lista de personas que desaparecen, como sucedió con Kiki, crece todos los días, sin que sus familias sepan qué fue lo que ocurrió en realidad. Los argumentos de las autoridades de quienes se van porque quieren o de que desaparecen porque en algo andaban cada vez son más endebles.
Las historias que cuentan las familias se parecen todas. El primero de enero Carlos Arturo y Gustavo Alonso Ochoa fueron sacados del taller en el que trabajaban en San Pedro Tlaquepaque. Después de varios días su padre pudo conseguir un video de un vecino en el que se observa que los suben a una camioneta. Luego, nada de información. Incluso, cuando finalmente unos días después personal de la Fiscalía del Estado acudió a solicitar el video del particular, éste ya se había borrado.
Arturo Ochoa, su padre, no tiene idea de qué pudo sucederles. Asegura que no tenían problemas ni enemigos. Eso implica que no hay un indicio de dónde buscarlos.
En este caso, también me pregunto en qué momento cambió la vida de don Arturo, quien desde el instante en que no pudo comunicarse con sus hijos no ha parado de buscarlos.
Y como estos casos, podemos seguir contando una y otra historia. Todas se parecen. En todas, hay un momento en el que el destino de una familia cambió radicalmente para convertirse en una pesadilla.
La suma de todas esas historias tendría que sacudirnos. Solo bastaría ponernos un momento en el lugar de cada uno de esos padres para entenderlos, para ser empáticos con la gravedad del problema. No podemos permitir que las autoridades sigan utilizando el tema de las desapariciones como un asunto de números, con comunicados emitidos de vez en cuando para presumir los hallazgos que, comparados con el total, son insignificantes.
Las desapariciones son nuestro mayor problema y, como tal, este estado tendría que asumirlo. No podemos seguir siendo una sociedad que escucha las historias o las observa de reojo, y luego se da la vuelta.
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jl/I