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El podrido aire de la urbe tapatía

Ayer se pudrió el aire metropolitano de Guadalajara. Lo podrido huele mal, impide la sana respiración y lastima las fosas nasales. Lo podrido remite a lo que se encuentra en proceso de destrucción. Millones de habitantes intentamos dormir el lunes por la noche, envueltos por nubes negras y grisáceas, y recibimos la mañana del martes con el irritante humo que se coló en las habitaciones, entró a los vehículos, atrapó a los transeúntes en las calles, ingresó a las fábricas, sin posible escapatoria para nadie. La contaminación es una nata que mata. El aire podrido atosiga. Asfixia. Tizna.

Lo que se pudre es materia orgánica en proceso de descomposición. Se pudre lo que está muriéndose. Y lo que se muere en la apretujada urbe tapatía son el bosque La Primavera, las áreas arboladas dispersas y los parajes secos incendiados. Las llamas sin control reducen a cenizas lo que estaba vivo. Las nubes del picante humo metropolitano son mensajeras de la mortandad de la flora y la fauna.

La apretujada urbe tapatía quedó mal oliente. El aire contaminado irritó los ánimos, desestabilizó sistemas nerviosos y truncó los planes del día. ¿Llevar los hijos a la escuela? No, porque se les exponía, consideraron preocupados padres de familia. ¿Acudir al trabajo? Sí, de manera forzada; los patrones no perdonan y chantajean con descuentos salariales. ¿Salir a caminar o ejercitarse al parque? No, la Secretaría de Salud recomendó nada de actividades al aire libre; los pulmones pueden no resistir. ¿Las autoridades educativas estatales suspendieron clases? Increíblemente no, a pesar de la grave crisis ambiental; expusieron a los estudiantes. Salvo algunas prepas y escuelas, la mayoría de los alumnos debieron soportar las pésimas condiciones del aire.

La Secretaría del Medio Ambiente y Desarrollo Territorial declaró la alerta atmosférica en Guadalajara, Zapopan y Tala desde las 19 horas del lunes. El humo avanzó y a media noche la calidad del aire era “muy mala”, sobre todo en el sur metropolitano. Después siguió catalogada como “mala”. Con equipo de monitoreo ambiental insuficiente y también escasa difusión de los indicadores y recomendaciones, a los habitantes no les quedó más que fiarse de su rastreador: la nariz.

Las escenas me remontaron a lo que nos decía a los reporteros el jefe de los bomberos tapatíos, el mayor José Trinidad López Rivas, cuando ocurrieron las explosiones del 22 de abril de 1992, que recién cumplieron 31 años. ¿Tienen equipo para monitorear la explosividad en los drenajes? Sí, respondió el mayor, señalando con el índice su nariz. En esos años los valientes bomberos, tres de los cuales fallecieron en la tragedia, carecían de la tecnología. Ahora, los valientes son los cientos de integrantes de las brigadas apaga fuegos. ¿Tienen equipo, entrenamiento y prestaciones?

Los medios informativos estuvieron desde temprana hora atentos a lo que sucedía. Cumplieron su labor noticiosa, social, responsable, que implica dar a conocer lo que ocurría, dónde, cómo y por qué; entrevistaron en vivo a funcionarios, remarcaron medidas preventivas. Las redes sociales se atiborraron de quejas, críticas, dudas, ironías, recomendaciones, cual calderos de emociones y puntillosos mensajes.

Más de dos años de usanza del cubrebocas por la pandemia de Covid-19 dejaron algo bueno: acostumbrarse a usarlos para otros males, ahora como paliativo para la contaminación ambiental; para tapar boca y nariz, en un mero intento de atrapar minúsculas partículas poco o nada visibles. El look urbano en cada periodo de estiaje e incendios forestales incluye, desde ya, el uso de mascarillas antipandemia.

El derecho humano a una mejor calidad de vida se viene abajo cuando lo elemental, respirar un aire de calidad, no está garantizado. No asegurar un derecho es intranquilizar a la población. Los incendios forestales también queman a las autoridades de los tres niveles. No solo se pudre el aire metropolitano; también la credibilidad en la eficiencia gubernamental.

@SergioRenedDios

GR/I