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Propaganda, a la basura
Empiezan las campañas
Cuando las personas mueren, lo que son físicamente desaparece de forma irremediable. Se hace polvo. Pero es verdad que siguen vivas en los recuerdos de quienes las conocieron y amaron. Y también existen en pequeñas cosas a nuestro alrededor que obviamos, hasta que por alguna razón nos recuerdan a nuestro muerto.
Mi abuela habría cumplido 95 años este 21 de noviembre. Hace casi dos años murió. Lo hizo en su cama, en su casa. (Se fue en una cajita a la que le salieron alitas y voló al cielo, dijo Sofía, una de mis sobrinas, cuando eso pasó).
Hoy, cuando escribo estas líneas, pienso en mi agüe. No, nuestra relación no fue esa maravillosa que suelen contar las historias. Era tirante y complicada. Aunque, como suele pasar, cuando uno crece entiende que la gente tiene sus manías y que no hay poder humano que las cambie.
Y como sé que mi abuela me acompaña en muchas pequeñas cosas, hago un recuento de ellas, sólo para con eso traer a mi viejita a mi memoria.
Mi abuela es esa estufa blanca Acros de más de 50 años de la que nunca se quiso deshacer, por más que le dije que le podía regalar una nueva.
Es los frijoles refritos con manteca de cerdo y chile serrano que corríamos a comer mis primas y yo cuando no nos interesaba nada más que jugar e ir a la escuela.
Es el par de sábanas de algodón, una amarilla a rayas y otra rosa de flores blancas, que ella cosió para que tuviera menos frío en invierno y estuviera más fresca en verano. Y que todavía sobreviven a pesar de estar llenas de hoyitos que, en cuanto aparecen, remiendo para que no se sigan rompiendo.
Es mi vestido de primera comunión, del que ella eligió la tela, cortó e hizo por completo, y que después adaptó para tres de mis primas (porque ellas estaban flaquitas) cuando hicieron a su vez este ritual católico.
Es el café recién hecho por las mañanas, con ese olor a canela que invade todavía la casa cuando mi mamá pone la cafetera en la estufa (ya no la blanca, porque ya compraron una nueva hace un mes).
Es los pantalones de franela y de polar que me hizo cuando me fui a vivir a Zacatecas, para que me calentaran mejor que los pijamas (“esas garras”, decía) que usaba. Remendados y parchados, porque nunca le atinaba y siempre, al medírmelos, debía agregar pedazos extras de tela y completar lo largo o lo ancho, lo mismo en la entrepierna que en la cintura.
Es el guajolote que tuvo en el patio durante varios días y al que una de mis primas y yo nos acercábamos con mucho cuidado porque nos lanzaba certeros picotazos. Un día el guajolote desapareció. Ese día comimos mole. Y comimos mole varios días después de ése.
Es el ponche en Navidad, con guayaba y tejocote, canela y jamaica; con azúcar recién quemado con alcohol, a media cocina.
Es los canarios que compraba en el Mercado Corona después de ir a misa a La Merced, siempre y cuando ella los agarrara directo de las jaulas para elegir el que quería (y ningún otro).
Es la operación de mis ojos, que ella pagó hace unos 20 años, cuando mi miopía y mi astigmatismo estaban ya muy avanzados.
Es una banca en el parque principal de Nochistlán, después de comprar chicharrones, tortillas y queso recién hechos, con una bolsita de chiles en vinagre, todo comido en taquitos bajo la sombra de los árboles.
Es los helechos que colgaban del techo, los rosales de su jardín, el limón que mandó quitar porque se hartó de que la gente arrancara sin cuidado los limones; los chiles, la hierbabuena y el orégano que me regalaba ya con raíces para que prendieran más fácil en mi casa, sin éxito.
Es las idas a Jocotepec o a Chapala, sentadas en una sábana a las orillas de cualquier jardín, acompañadas de lonches de sardina con mayonesa, jitomate y cebolla.
Es mi tío, mi tía y mi mamá; es mis cuatro primas y los hijos de ellas, y es mi hija, aunque ella también haya muerto.
Es mis óvulos, mi cabello, mis manos y mis ojos.
Es mi ADN.
Es yo.
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