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La pregunta obligada: ¿murió de Covid?

En memoria de mi querida amiga Mirna Cázares Vázquez 

Conforme transcurren los días de la pandemia, el número de fallecidos ha dejado de ser una abstracción. Contradictoriamente, cuando se nos dice que se ha “domado” la pandemia o que se ha aplanado la curva, la estadística sigue creciendo y ya no es una cifra de muertos desconocidos y lejanos. Día con día nos enteramos de personas conocidas, vecinos, parientes, compañeros de trabajo que se han contagiado, están en cuarentena o han fallecido por Covid-19.  

Las muertes prematuras en México son un hecho tan lamentable como cotidiano. En los últimos cuatro meses del año se han visto incrementadas y aunque no sean motivadas por el virus maldito, sucedidas en su contexto pareciera que lo fueran. ¿Murió de Covid? Es ahora la pregunta obligada. 

Morir en estos tiempos de la catástrofe es radicalmente diferente. No sólo porque puede ser prematuro. Tener diabetes o hipertensión no eran ya sinónimos de muerte. Con un buen tratamiento y los cuidados necesarios se podía vivir con dichos malestares. El virus ha alterado este canon de la ciencia médica. Pero no sólo eso. 

Siempre ha sido preferible morir en casa, acompañado, a morir en un hospital. Recuerdo las diferencias entre las muertes de mi abuelo Ildefonso y la de mi papá Modesto. El primero, en la cama de una habitación en mi pueblo, Cuexcomatitlán, rodeado de familiares y vecinos, que durante dos días estuvimos expectantes de su último respiro. Eso es morir acompañado y en comunidad. En cambio, mi papá murió en una cama de hospital del IMSS, intubado por los problemas respiratorios que le provocó un infarto motivado por un coágulo. Eso, pensaba, era morir en soledad. He cambiado de opinión al respecto. 

La muerte por Covid-19 ha llevado a otra dimensión las ideas de morir en soledad, del duelo y la tristeza. Socialmente está resultando traumático no poder asistir a los funerales de los seres queridos. Seguro tendrá consecuencias en nuestra salud física y mental no poder realizar los rituales de despedida de las personas fallecidas y de acompañamiento de los familiares que están afrontando el duelo en estas condiciones. La desconfiguración social agravada por la pandemia ha alcanzado también la forma de morir y las ritualidades del duelo. 

Son tiempos de malas noticias. Cada día estamos expectantes, tememos una noticia peor. El nerviosismo está a flor de piel. Los niveles de estrés y de angustia están elevados. No sé usted, pero yo siento que el cerco de la muerte se va achicando. Del fin de semana pasado a este día, compañeros de trabajo y familiares de ellos han fallecido víctimas de la pandemia y de otras enfermedades o han sido contagiados. 

El tema impuesto es el incremento de la muerte, de por sí cotidiana en este sistema pleno de nocividades. El otro es que, frente a la muerte sin límites, el sistema y las ciencias han mostrado su miseria. Unas para contener rápida y eficientemente la pandemia y otras para entender los comportamientos sociales frente a ella. 

Lo más miserable, como siempre, son las respuestas de la clase política cuando declaran que lo único que pueden y quieren hacer es ampliar la capacidad hospitalaria y funeraria. En palabras llanas, pretenden convertirse en nuestros sepultureros y cremadores para evitar los malos olores de los cuerpos descompuestos. De ese tamaño es su desprecio. 

Queda por ver cuáles serán las respuestas que en la sociedad de abajo iremos construyendo, desde la vida y la muerte cotidiana. 

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jl/I