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Anomia y terror

Por la aparente normalidad de las actividades cotidianas que vemos en las calles, pareciera que no pasa nada, pero hace algunos años que en México vivimos en la incertidumbre y nos sentimos constantemente en peligro y vulnerables. No estamos disfrutando de la vida como se supone que debería ser con tantos avances culturales y científicos con los que arribamos al siglo 21. Aunque se niega, la verdad es que dichos avances, en estricto sentido, esconden el hecho de que este sistema se ha hecho cargo de que la mayoría de las personas, así trabajen siempre, nunca puedan disfrutar de una vida digna.

Por ello, mientras los más trabajan y ganan apenas para sobrevivir, los menos sólo disfrutan y se enriquecen. Y eso coincide con que esos menos mandan, mientras que los más obedecen. Además, con el paso del tiempo este sistema político y modelo de producción ha ido abatiendo derechos sociales que existían a finales del siglo pasado y que, sin ser la panacea, permitían mejores condiciones de vida.

Podríamos preguntar respecto de la extraña y maldita razón por la que, como sociedad, no reaccionamos, no actuamos a la altura de las circunstancias que estamos enfrentando. Cada día más azorados, temerosos, nomás no encontramos de dónde asirnos para sentirnos medianamente seguros.

Convenientemente, el sistema se ha encargado de que cuando nos preguntamos acerca de esta situación inequitativa siempre miremos hacia arriba, hacia el Estado y sus instituciones. También hacia el cielo esperando encontrar ahí alguna respuesta. Este complejo sistema de dominio incluye, a la par, que no miremos hacia abajo, hacia nosotros mismos, hacia nuestros iguales y próximos.

Socialmente nos han deshabilitado introyectando la idea de que las posibles soluciones a nuestras necesidades no las vamos a encontrar entre nosotros mismos, sino en otros que no son nosotros y que siempre, bajo denominaciones y banderas partidarias, distintas y contradictorias entre sí, siempre han estado arriba y lejos. Tan lejos que como bien lo dijo uno de sus connotados gurús: ni nos ven ni nos escuchan. No nos quieren. Sólo nos necesitan como fuerza de trabajo. Mientras seamos productivos. Después de eso nada más somos materia humana desechable.

Este sistema ha instalado lo que conceptualmente se conoce como anomia. Es decir, esa situación que se genera sistémicamente cuando frente a la degradación de la convivencia social y ahora también de la destrucción de la vida en todas sus expresiones estamos impedidos, o así nos hacen sentir, para nombrar las cosas por su nombre y actuar en consecuencia. Otra interpretación es que estamos aterrorizados por la guerra informal que no se quiere reconocer, pero que la vemos desplegarse por todas partes.

Esto podría ser una de esas razones por las que, al parecer, no nos conmovemos al enterarnos que cada día una o varias personas son desaparecidas o, peor, que ya mataron a otra madre que lo único que andaba haciendo era buscar a su hija/o; que en cualquier parte del país comandos armados actúan a cualquier hora del día con total impunidad. Y, por otro lado, pero como parte de la misma guerra, que en México prácticamente no hay cuerpos de agua sin contaminación; que para que haya aguacates y tequila en todo el mundo, intereses privados siguen devastando bosques y selvas exterminando la biodiversidad; que sin ninguna cortapisa en estos monocultivos, así como en la producción de berries, se utilizan plaguicidas que en otros países están prohibidos porque atentan contra la salud de los suelos, de los trabajadores de las agroindustrias y finalmente de quienes los consumimos.

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