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Crucificándose
Empiezan las campañas
La normalidad es un concepto riesgoso, si no es que peligroso. Su aceptación acrítica anestesia socialmente. Sepulta la creatividad al derribar la posibilidad de imaginar nuevos horizontes, de soñar diferentes mundos, de abandonar percepciones anacrónicas. Robotiza. Encubre horrores que comete el ser humano para legitimar ambiciones, crueldades, egoísmos. Condena a la inmovilidad hasta, incluso, rigidizar ideas que pudieron atentar, aunque mínimamente, lo que se considere que no debiera ser normal. Dos preguntas posibilitan desentrañar en parte cualquier normalidad: ¿normal para quién?, y ¿a quién o quiénes beneficia esa normalidad?
Porque es anormal la normalidad cuando impide la libertad del ser humano. Cuando permite la violación de derechos humanos, cuando impide ser solidario con el sufrimiento de una persona o un grupo social, cuando no se comprenden las intenciones de cambio que subyacen en numerosas protestas sociales, cuando se violenta al que es o piensa distinto, cuando quien considera algo normal es el que abona a la normalidad que lastima, cuando deshumaniza.
Porque la normalidad puede ocultar ideologías que ciegan, que inoculan creencias que doblegan rebeldías a favor de la justicia, que apagan fuegos de cambio, que aplastan espíritus que un día cuestionaron, pero que apenas fueron flamitas que no incendiaron ni un lote baldío, ya no digamos una pradera. Una persona o pueblo no puede construir horizontes que revolucionen sin antes confrontar su normalidad, para desde ahí empujar cambios, desde ahí mirar más lejos, construir nuevas utopías. O por lo menos rescatar viejos sueños anidados en el corazón que no emergieron al doblarse un día el espíritu.
Por ejemplo, ¿es normal que se asesine diario a 11 mujeres en México? Cualquiera con sano juicio responderá que no es normal. Sin embargo, la mayoría de los mexicanos, sobre todo varones, no hacen nada o poco hacen para poner un hasta aquí a los crímenes. No se suman. Y no sumarse es ser parte de esa normalidad criminal, etiquétese como sociocultural, jurídica, patriarcal o inhumana, que convierte en cómplice al pasivo.
Porque el pasivo es aliado de la normalidad. Desde la comodidad de espacios como las redes sociales critican a quienes sí se movilizan, a las que sí exigen justicia, sí visibilizan los feminicidios, sí toman oficinas que poco solucionan y son escenografía hueca, sí exhalan la rabia necesaria para defender su derecho a vivir sin miedos, sí pintan consignas que desafían al mundo que las oprime; sí rayonean cuadros para desestabilizar la pinche normalidad que desperdiga cadáveres, deja libres a los victimarios y alienta la impunidad.
Porque la normalidad oculta paradojas que le permiten sobrevivir, permanecer impoluta, apaciguar ánimos de cambio. ¿Cuántos casos cuenta la historia de quienes criticaban la normalidad y al hallarse en el poder, al frente de cualquier institución, aseguran que ahora sí vendrán los cambios? Y resulta que no es así, que no siempre es así.
Los sistemas políticos generan normalidades, homeostasis que conducen a cambios que no cambian, que cortan ramitas dejando el tronco, que sólo mal pintan edificios en ruinas. Y, al surgir por las leyes dialécticas nuevos críticos de esa pseudonormalidad, se vuelven guardianes de los no cambios. El otrora demócrata se puede convertir en dictador, el incendiario en burócrata represor, el dirigente que pugnaba por transformaciones en un necio reacio a cambios estructurales.
Por eso lo normal requiere ser observado, investigado, enjuiciado y desnudado para desnormalizarlo. El sólo preguntarse si esto o aquello es normal, y normal en beneficio de quién, es un primer paso. Hacerlo es un desafío ante cualquier normalidad.
Twitter: @SergioRenedDios
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