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Un México violento
Porque nos la quitaron
Por décadas o tal vez siglos se les ha enseñado a las personas que deben resistir el dolor, que deben aguantar con fortaleza los embates, tanto físicos como mentales y emocionales, a riesgo de pasar a ser entes debiluchos y endebles.
Aguantar un dolor de cabeza o de muelas es sinónimo de fortaleza, nos han dicho hasta el hastío. Repetimos, como valientes, frases como "nunca he faltado a mi trabajo pese a mi dolor de espalda", mientras que padres, abuelas, jefes y colegas sueltan comentarios del tipo "ya no los hacen de la misma madera" cuando algún empleado, subalterna o hijo se declara enfermo o golpeado por los dolores y simplemente ese día no puede seguir con su rutina.
Y hay dolores crónicos a los que nos vamos acostumbrando, como la historia esa de la rana a la que le suben de a poco el fuego al agua en la que está hasta que ya es muy tarde, el agua hierve y la rana ya no puede escapar.
Dolores casi siempre pequeñitos que van creciendo, pero que se convierten en parte de nuestra cotidianidad. Los sufrimos y parece que simplemente un día ya no sabemos vivir sin ellos. Y cuando por alguna razón desaparecen, sea porque nuestro entorno mejora, porque nos atiende un profesional de la salud o porque tomamos los medicamentos adecuados en las dosis correctas, recordamos lo fabuloso que es dejar ese dolor de lado, poder retomar nuestra existencia sin aquello que nos aquejaba.
Creemos que la molestia en la espalda es mínima, pensamos que el dolor de cabeza es soportable o que las punzadas esporádicas en una pieza dental son apenas notables. Pero no es así. Es nuestro cuerpo que pide atención y mimos y respeto y aprecio por todo lo que hace por nosotros, y nos manda mensajes de que algo no está bien, que debemos atenderlo ya, antes de que sea tan tarde que necesitemos una operación, medicamento de por vida o un tratamiento que ponga en aprietos a nuestros bolsillos.
Pienso en todo eso y lo comparo con la violencia que nos rodea. Nos hemos acostumbrado a ella, de un modo u otro. Ya no nos resulta tan extraño que un enfrentamiento armado deje una decena de muertos, no nos escandaliza que familias completas sean obligadas a abandonar sus casas a causa de la inseguridad que aqueja a sus pueblos. Soltamos un "lo bueno es que tú estás bien" o "lo importante es que no te pasó nada" cuando te roban con una pistola o un cuchillo de por medio.
Se ha convertido en protocolo normal esconder el celular, no llevar más dinero del necesario, intentar no distraerte con los audífonos puestos, voltear a todos lados antes de abrir la puerta de tu auto o tu casa o tu negocio, cambiarte de acera cuando vas sola y camina hacia ti un grupo de sujetos.
No pocas veces he pensado en todo aquello que nos perdemos o que podríamos hacer si no estuviéramos siempre alertas, como esos antílopes que parecen nunca bajar la guardia y, nerviosos, comen y beben, mientras su nariz y orejas, como radares, están en suspenso ante la latente llegada de las leonas.
Qué genial sería, pienso, poder detenerte y fotografiar un atardecer en una calle solitaria, andar con tus amigas y poder tomar un taxi cualquiera, sin estar preocupada por enviar la ruta o hablar con alguien en lo que llegas a casa; no desconfiar en automático de quien se acerca y te pide la hora, o poder tomar el fresco del atardecer, como hacían mis abuelos hace 35 años, sobre la banqueta, con un par de sillas y las puertas de su casa abiertas de par en par, como no pocos vecinos.
Y nos hemos acostumbrado a ello. A modificar nuestras rutinas, nuestros contactos, la forma en como nos relacionamos con el mundo y con las personas que nos rodean.
Y nadie ha sido capaz de darnos un buen remedio, el medicamento correcto en las dosis adecuadas.
Nadie.
Twitter: @perlavelasco
jl/I