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Descarado
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A mis muertos
Hay muertos por Covid-19 que pareciera continúan vivos. Que no se han ido. Que siguen presentes. A los que podríamos enviarles un mensaje vía telefónica o por alguna de las redes sociales. O que si encontramos a uno de sus familiares o amigos comunes preguntaremos cómo están, les mandaremos saludos, que esperamos verlos o verlas pronto. Damos por hecho que en cualquier momento nos podemos reunir en su casa o la nuestra, en un café, en el trabajo, en la escuela, en un parque o en algún otro lado. Que tenemos pendiente emprender juntos algún proyecto, viaje, festejo, largas charlas. Que recibiremos una llamada de uno de ellos o ellas. Que, a pesar de no verlos por periodos largos, siguen por ahí haciendo sus vidas. Que están al alcance. Pero no es así. Están muertos.
Sin saber cómo, enfermaron de Covid-19. En cuanto aparecieron los síntomas graves sus familias debieron trasladarlos a un hospital, y ahí, en unos casos, en pocas horas, fallecieron. Sus cuerpos no resistieron los embates del virus. Sus restos fueron incinerados rápidamente. No se organizó ningún funeral por el temor a los contagios. Su gente cercana apenas si tuvo tiempo para resistir la noticia de la muerte. Todo fue tan veloz que pocos de sus círculos se enteraron de inmediato de la desgracia. Y tú tal vez supiste del fallecimiento tarde. Cuando ya era imposible despedirte, oportunidad que nunca existió. Murieron en soledad. Asistidos seguramente por doctores y enfermeras, testigos únicos del inicio de su viaje a otra vida.
O un día supimos que lo hospitalizaron, pero estaban prohibidas las visitas. Solo por vía telefónica se le informaba a su familia, que tampoco tenía acceso al enfermo. Los riesgos de contagio eran altísimos. Imposible acompañarlo o acompañarla, intentar decirle alguna palabra de aliento o siquiera tocarle la mano para que sintiera tu presencia. La pandemia canceló expresiones de afecto. Petrificó caricias. La única comunicación era a través de una doctora, que en minutos reportaba por teléfono el estado de salud del amigo o el familiar. Hasta que un día, luego quizá de semanas, la palabra fatal se escuchó: murió.
O quizá no había lugar en ningún hospital. Por más que se recorrieron lugares, se buscaron espacios, se rogó por una cama para la enferma, nada se pudo hacer. Falleció en el trayecto, en el vehículo, en la ambulancia. O en su casa, exánime ante un virus invisible que no dio tregua y, cual Caronte, se llevó en su barca a quien querías, a parte de tu historia personal, de tus afectos íntimos. Con su muerte sientes que una parte tuya quedó adolorida, furiosa, deprimida. ¡¿Por qué ellos?! ¿Por qué no pude hacer nada por él o por ella?
Entonces brotan los recuerdos. La última vez que lo viste, la saludaste, conviviste, charlaste, te mensajeó. Sus expresiones, tono de voz, risas, temas de conversación. Y, qué dolor, imposible que adivinaras que fue la última ocasión que tendrías comunicación con quien ya no está. El raciocinio es implacable, frío, y te aclara, advierte, que esa persona ya murió, que esa es la realidad; pero los afectos, el corazón, te aseguran que sigue en ti, que continúa presente, que las imágenes de él o de ella siguen en tu interior, no solo en tu mente; que en algún rincón de tu ser es parte de ti.
La pandemia sigue sumando desgracias. La de enfermos que pasaron muy mal la convalecencia y que, además, deben lidiar con secuelas, algunas inimaginables; la de muertos que dejaron este mundo sin un adiós, sin exequias, sin consuelos, sin extremaunción, sin cariños. Son las víctimas del funeral a toda prisa, del duelo que cimbra, de la sacudida emocional. De que todo es un caos. Y de pronto lloras. Te despides, también a solas, acongojado por quien ya no está. Y que pareciera no se han ido.
Twitter: @SergioRenedDios
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