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Auxilio

Tenía unos 13 años y Citlalli, mi prima, 11 o 12. Eran mediados de los 90 y entonces tomábamos clases de inglés y computación en una escuelita en el Centro de Guadalajara. En aquellos años sólo sabíamos tomar una ruta de camión, la 174, que justo pasaba por la esquina de su casa, la esquina de la mía y nos dejaba en la puerta de la secundaria, la Técnica 1, por la avenida Fidel Velázquez. 

Esa misma ruta nos debería llevar, presuntamente, a la escuelita esa en la que estudiábamos una vez a la semana, pero nos dejaba a unas cuadras, así que un día nuestros respectivos adultos responsables nos mandaron en la 174 a nuestras clases veraniegas, con la indicación precisa de dónde debíamos bajarnos y hacia dónde debíamos caminar. 

Nos subimos al camión y, según nosotras, íbamos atentas al lugar señalado. Pero en algún momento, no supimos cuándo, ya no sabíamos dónde estábamos. Desconocimos el camino y el autobús seguía adelante. Al principio no supimos qué hacer, hasta que el entorno nos parecía cada vez menos conocido y decidimos que debíamos bajarnos antes de que de plano estuviéramos perdidas, aunque, a decir verdad, ya lo estábamos. 

Era una avenida enorme, que a la postre supe que era Doctor R. Michel. Ahí, las dos en la indefensión total, sólo tuvimos la idea de caminar a contraflujo, con la lógica de recorrer, de regreso, el mismo camino que había seguido el camión. No sé cuánto anduvimos, pero terminamos en el costado del Parque Agua Azul, en la calzada González Gallo. 

Nos detuvimos porque allí, muy cerca del cruce de esas dos avenidas, había un agente de tránsito, con su pantalón azul marino, su camisa blanca y la gorra oscura con visera que formaba parte del uniforme. Le dijimos que estábamos perdidas. Nos preguntó cómo habíamos acabado en esa situación y se lo explicamos. En un momento de la plática solté un “pues nos vamos en taxi”. Él, palabras más o menos, nos respondió que no nos iba a dejar subir solas a un taxi, que era peligroso y que éramos muy chicas. Nos apartó hacia la banqueta, ya muy cerca del puente peatonal que pasa encima de la González Gallo y nos pidió que esperáramos. 

El agente detuvo un camión. Allí, con nosotros a unos metros, le dio referencias específicas al chofer de dónde debía bajarnos. Se acercó a nosotras, nos dijo que, de donde nos dejara, camináramos unas cuadras y llegaríamos a la escuela en donde, claro, ya habíamos perdido las mentadas clases sabatinas. Nos recordó que no debíamos ir a ningún otro sitio y que, si necesitábamos algo, su nombre era tal y con ese dato podíamos pedir ayuda a cualquier otro tránsito. 

El conductor nos sentó en los espacios cercanos a él. Se tomó en serio la orden del agente vial. Llegado el momento nos dijo que allí debíamos bajar. Caminamos lo dicho y llegamos a la escuela, desde donde hablamos a casa para pedir que fueran por nosotras, porque nos habíamos perdido y ya no habíamos alcanzado a entrar a clase. 

No recuerdo el nombre del agente, tampoco sus características físicas ni su edad. No recuerdo si tenía o no bigote ni el color de su cabello, pero estos días me ha rondado la memoria su generosidad y pronta ayuda. No exagero cuando pienso que incluso pudo habernos salvado la vida. 

Cuento esta historia porque hace poco alguien preguntó cuál era el acto más significativo y generoso que alguien que no conociéramos había hecho por nosotros y yo, de inmediato, pensé en este. 

Esta anécdota sale en las reuniones familiares de vez en cuando. Los detalles, por supuesto, no son claros, porque los recuerdos cambian con el tiempo, víctimas de la edad y de los juegos de la mente, pero sé que esa persona nos dio auxilio y por eso, a casi tres décadas, sólo le tengo gran agradecimiento, como el que seguro le tiene nuestra familia entera. 

Un ángel humano, siempre concluye mi mamá cuando viene este relato a cuento. 

Y a veces lo creo. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I