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La fauna de las calles

Circulamos por avenida Juárez, antes de llegar al cruce con Enrique Díaz de León. Un montón de motociclistas, cerca de 10, ocupan desordenadamente un par de carriles de la vialidad, los dos de la izquierda. Mientras manejan, unos con casco, otros sin éste, hacen caballitos y patinan sus motocicletas. Es hora de mucha circulación, así que no hay pocos autos. Al llegar al semáforo en rojo, así, en bola, ocupan todo el paso peatonal de dos carriles, sin importarles nada ni nadie.

Después, un día de estos últimos, con la reciente pintadita que se hizo en la calle Luis Pérez Verdía para marcar los espacios preferentes para ciclistas, el escenario común es que los automóviles estén estacionados en línea amarilla y ocupen, precisamente, buena parte del dichoso carril que protegería a los ciclistas de los pésimos conductores. Nadie los quita, ni una multa se ve en los parabrisas de esos vehículos. De nada sirve la línea amarilla ni que en el piso, en verde, con un enorme triángulo, se señale que en ese espacio, el de la derecha, los conductores de bicicletas llevan mano. Así, temerarios y exponiéndose, deben sortear al mismo tiempo los carros estacionados donde no deben y los choferes a quienes, en realidad, les importan poco las reglas viales (ya ni hablemos de las mínimas cortesías).

Un grupo de peatones ha decido poner a prueba su capacidad de inmortalidad. Su forma de demostrar que son muy resistentes es pasar corriendo sobre la cinta asfáltica. No hay paso peatonal para ellos. Es más, ni siquiera hay semáforo. Eso sí, a unos 10 metros de donde se aglomeran existe un puente hecho ex profeso para ellos, nuevecito. Casi nadie lo usa. En contraparte, aceleran el paso para torear a los automovilistas que ni siquiera bajan la velocidad, aunque pueden hacerlo. Es cualquier día en casi cualquier punto del Periférico.

Una ciclista circula por la derecha y en sentido correcto. Trae una bellísima bicicleta color pastel. Decide lucir su vehículo pasándose los altos que se atraviesan en su camino, una avenida bastante transitada, Américas. Un auto espera su señal para dar vuelta y lo hace de manera correcta. La chica, sin casco, se pasó el rojo de nuevo. El conductor del carro blanco casi se la lleva de corbata. La chica se detiene de golpe, se enoja y le grita al chofer quien, pasado el susto, decide ignorar la mentada de madre. Vuelve a montar su bicicleta color pastel y termina –oronda, altiva e indignada– de pasarse el semáforo que aún marca alto para ella.

Federalismo está a punto de explotar. La carga vehicular es impresionante. Camiones, autos y motos avanzan poco. Se apresuran lo más que pueden para, en la siguiente esquina, volverse a detener de golpe. Sólo algunos utilizan las señales que deben para avisar lo que quieren hacer. Un conductor se para en seco, no pone siquiera las intermitentes. Cree que el carril de la derecha es un buen lugar para bajarse y comprar algo de rapidito. Atrás de él se acumula una larga fila. Un incauto chofer pone su direccional con la intención de que alguien le permita cambiarse al carril de en medio. Nadie lo deja. Debe esperar la distracción de otro, la oportunidad de un semáforo en verde o que aquél que detiene el tráfico se mueva.

Estos ejemplos forman parte de un día común en Guadalajara.

No sólo muestran la omisión de quienes a diario convivimos en las calles, aunque exista la premisa de que el desconocimiento de la ley no nos exime de su cumplimiento ni de la culpa. También es muestra de la omisión de las autoridades, que se hacen de la vista gorda o, de plano, se ven rebasadas por los problemas.

Y eso que vamos en el mismo barco.

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